En la democracia el Estado existe para servir al ser humano y no el ser humano para servir al Estado. Esto significa que la persona es el principio y fin del Estado y que, por tanto, el aparato público existe con el fin de promover el libre desarrollo de la persona humana y la mejora constante de sus condiciones de vida. Abraham Lincoln lo resumió magistralmente: “La democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”.
De esta centralidad de la persona se derivan dos derechos fundamentales: primero, el derecho humano al buen gobierno, entiéndase, entre otros asuntos, al buen y eficiente funcionamiento de los servicios públicos; y segundo, el derecho a controlar, verificar o fiscalizar la correcta utilización de los recursos públicos.
El fundamento ético jurídico de estos derechos humanos es simple: si el poder y los recursos públicos que dan sustento al aparato público provienen del pueblo, el pueblo tiene derecho de exigir el mejor servicio posible; y quienes gobiernan están en la obligación de proporcionar no solo servicios de alta calidad, sino también de procurar el mayor bienestar a todos los habitantes del país (art. 50 de la Constitución).
El derecho al buen gobierno y el derecho a controlar son parte de una familia más amplia de derechos constitucionales relacionados con los principios de responsabilidad, legalidad, publicidad, economía, rendición de cuentas, evaluación de resultados, así como la obligación de prestar los servicios públicos de forma igualitaria (sin discriminación), continua, regular, célere, eficaz y eficiente.
Estos derechos y principios constitucionales son los que sirven de fundamento y razón de ser de la Contraloría General de la República (CGR), órgano encargado de evaluar los resultados de la actuación administrativa a la luz de los objetivos y las metas planteados por la administración activa. Competencia constitucional que incluye todas las modalidades de control, sean estos previos, concomitantes o posteriores.
De ahí que el proyecto denominado “ley jaguar” resulte ser no solo inconveniente para el buen funcionamiento del gobierno democrático, sino también inconstitucional, en tanto pretende eliminar o debilitar algunas de las competencias asignadas a la Contraloría, relacionadas con los derechos y principios analizados anteriormente.
El proyecto es inconstitucional desde el mismo título “ley jaguar”, pues quebranta el principio constitucional de conexidad. Es decir, porque el título de la ley conduce a engaño a los ciudadanos: da a entender que se está en presencia de una ley destinada a proteger a los jaguares, cuando en realidad no es más que un camuflaje político para debilitar el derecho ciudadano a la fiscalización del buen funcionamiento de los servicios públicos, dado que se debilita el papel fiscalizador que la Constitución Política le asigna a la Contraloría.
Dicho de otra forma, el proyecto solo tiene de felino el nombre jaguar. Lo demás, de acuerdo con el contenido que sugiere el título, es un engaño.
Desde hace décadas, los presidentes de turno se han quejado de la compleja estructura estatal que les impide gobernar con eficiencia el país. Entre los primeros en hacerlo está José María Figueres (1994-1998); Laura Chinchilla (2010-2014) pasó quejándose de que el país era ingobernable por lo que llamó una junta de notables para que le ayudara a gobernar; y Luis Guillermo Solís (2014-2018), en alusión al problema de la ingobernabilidad, se quejó diciendo que “una cosa era verla venir y otra bailar con ella”.
El hecho cierto es que estamos plagados de instituciones y procedimientos que no solo retardan la toma de decisiones y la ejecución de las políticas públicas, sino también, que como un cáncer, devoran el patrimonio público. Esta situación desespera tanto al presidente de turno que no puede gobernar bien como al ciudadano que sufre las consecuencias del mal gobierno.
Ante esa realidad, la alternativa no puede ser un proyecto inconstitucional como la “ley jaguar”, destinado a debilitar los controles y facilitar los procedimientos, sino una profunda y amplia reforma del Estado.
Esta renovación la puede llevar a cabo la Asamblea Legislativa por medio de las reformas parciales de la Constitución (art. 195 de la Constitución), o bien, una asamblea constituyente mediante una revisión amplia y profunda de nuestra carta fundamental (art. 196). El asunto es ponernos de acuerdo como país y comenzar a trabajar en la ruta correcta.
Renovar el aparato estatal y avanzar hacia el futuro es un camino difícil. Es una tarea que no podemos continuar posponiendo, nos puede salir muy caro. Pero debemos hacerlo al estilo costarricense: con respeto hacia el Estado constitucional, democrático y social de derecho.
El autor es abogado constitucionalista y fue contralor de la República.