Lo escribió Jacques Prévert, ¿qué podríamos añadir? «La Seine a de la chance, elle n’a pas de souci. Elle se la coule douce le jour comme la nuit». En traducción libre, podría resumirse: «Qué suerte tiene el Sena, no tiene problemas. Fluye tranquilamente de noche y de día». Caudaloso y tranquilo, el río que vertebra París era la baza más segura de la organización para transmitirle al mundo la calma que nadie siente en estos momentos de convulsa geopolítica. «Ça ira» se sobreimpresionó en las pantallas del orbe nada más empezar la ceremonia inaugural. Algo así como un «todo va a ir bien» que era más un desiderátum que una certeza. «Ça a été», a pesar de la lluvia.
Porque los aguaceros deslucieron la ceremonia, eso es innegable, hasta el punto de que muchos de los 320.000 (¡!) espectadores que habían pagado su entrada, no precisamente barata, abandonaron los graderíos. Pero, ¿existiría el París de nuestro imaginario sin sus chubascos impertinentes y sus otoñales «hojas muertas» de Yves Montand? Al escenógrafo Thomas Jolly, se le fue la mano, quizá, aunque nadie esperaba menos de París ni de Francia. Una inauguración estándar, sin «grandeur», habría sido como si en Londres se hubiesen olvidado de los Beatles o en Pekín no hubiesen tronado dos mil tambores. «Las locuras son las únicas cosas de las que uno no se arrepiente nunca». La frase es de un irlandés, Oscar Wilde, pero exuda romanticismo: igualito que un paseo adúltero por la «rive gauche».
Y un mensaje para ¿Putin? ¿El terrorismo islámico? En la segunda versión de La Marsellesa, mucho más belicosa que la tradicional, que interpretó la mezzo soprano Axelle Saint-Cirel desde el tejado del Grand Palais. «Amor sagrado de la patria, guía y sostén nuestros brazos armados (…) que tus enemigos moribundos contemplen tu triunfo y nuestra gloria». Así solía hablar Occidente.