Mérida tiene una antigua historia de amor con William Shakespeare ; el bardo británico viajó en varias ocasiones a la Roma clásica, que encaja como un guante en el imponente teatro emeritense -da igual cuantas veces se visite o a cuantas funciones se haya acudido, sigue impresionando-. Una de esas piezas, en este caso una tragedia, es ' Coriolano ', una de las últimas obras que escribió el autor, probablemente entre 1605 y 1608. Ambientada en la Roma de los primeros años de la república, es una pieza extremadamente poliédrica, con una historia podría decirse que muy lineal pero al tiempo muy aristada, tanto en sus ideas como en sus personajes. Su protagonista es Cayo Marcio, un destacado militar a quien se le concede el sobrenombre de Coriolano tras una brillante victoria contra los volscos en la ciudad de Corioli. Se le promueve entonces a cónsul, pero su carácter despótico, soberbio y despreciativo hacia el pueblo que lo ha aupado al poder le llevan a ser desterrado. Entonces se une a su antiguo enemigo, Aufidio, caudillo de los volscos, para atacar Roma. Las súplicas de su madre, una mujer que ha marcado con su educación su carácter guerrillero y sacrificado, le hacen rectificar, lo que finalmente le cuesta la muerte. 'Coriolano' ha llegado a Mérida -el estreno se vivió entre abanicos- en una producción dirigida por Antonio Simón (sobre una fidelísima aunque aligerada versión realizada por él mismo y Juan Asperilla) e interpretada por Roberto Enríquez , Carmen Conesa, Manuel Morón, Álex Barahona, José Luis Torrijo, Juan Díaz, María Ordóñez, Beatriz Melgares y Javier Lara. Paco Azorín firma la escenografía, Rodrigo Ortega la iluminación, Ana Llera el vestuario y Lucas Ariel Vallejos la música original (Coriolano canta, en un homenaje, a mi juicio, innecesario a Bertolt Brecht , que ilustró una puesta en escena de la obra con canciones). 'Coriolano', dice Adolfo Simón, presenta un conflicto entre ética y política. Shakespeare allana el terreno para la reflexión del público (al que la puesta en escena quiere implicar, quizás de una manera poco natural): ¿hay que darle el poder al pueblo, fácilmente manipulable, o hay que dejarlo en manos de unos pocos? El autor camina sobre esta pregunta como un funambulista sobre la cuerda floja, en un ejercicio de equilibrio admirable. Sus personajes poseen carácter: Coriolano puede ser, y de hecho lo es, una figura odiosa por su soberbia, sus ideas tiránicas y el desprecio que muestra por el pueblo llano. Sin embargo, admira la coherencia de sus actos, la firmeza de sus convicciones, que solo llega a traicionar empujado por la mujer que más influye en él: su madre. Ésta parece haber volcado en él sus propias ideas. La puesta en escena de Antonio Simón tiene la virtud de tratar de mantener ese equilibrio que guardó Shakespeare. En estos tiempos de correción política y populismo -en más de un sentido, no solo político-, Simón deja que sea la historia la que hable a los espectadores, sin necesidad de orientación ninguna, aunque eso le reste emoción (tal vez le haga falta rodarse) al montaje. Como lo es ver sobre escena a actores como Roberto Enríquez, un Coriolano humano y atormentado en ocasiones; a Carme Conesa, que le da firmeza a su Volumnia (aunque cueste imaginar que son madre e hija); o a Javier Lara, consistente en su papel de Aufidio.