Los Juegos Olímpicos cada vez son más negocio que juegos. Primero las ganancias, después las medallas. Un día, no muy lejano, podrían llamarse Negocios Olímpicos.
De su sentido original va quedando menos. Poco. Los atletas, sin embargo, salvan a veces las esencias del deporte. En las olimpiadas de Tokio 2020, Mutaz Essa Barshim, de Catar, y el italiano Gianmarco Tamberi decidieron compartir el oro en salto alto. Fueron más los aplausos por el abrazo que por el resultado competitivo.
El espíritu olímpico es ganar-ganar, pero va imponiéndose el ganar-perder de los mercaderes. Se invierten sumas colosales para matar el hambre dorada del poder en unos juegos, que juegos son, y sigue la indiferencia ante los récords diarios de muertos por hambre, literalmente, en el mundo.
Era, según San Galeano, un mundo patas arriba. Ahora, para ser justos, anda sin patas siquiera, mundo cojo. Pero vienen los Juegos Olímpicos y es hora de ganar. Eso es jerarquía, linaje. Vale todo. Si no tienen los mejores atletas salen tras ellos, estén donde estén. Mientras más desigual sea el mundo, mejor. Se tiende un puente invisible para que vayan de lares marginados a ciudades fastuosas. Asunto resuelto: van ellos solos, nadie los «hala».
En París 2024 veremos el mosaico: africanos europeizados, latinos norteamericanizados, pero no a la inversa. El camino al revés está clausurado. Son las anchurosas avenidas en un solo sentido, el del dinero.
Los Juegos, que dejan arcas rebosantes, se celebran, casi siempre, encima del ecuador. Debiera existir equilibrio: uno arriba, otro abajo, para que el sur sea menos flaco y el norte no sea tan gordo.
Y si uno de los «flacos» no puede solo, podrían ser dos o tres. O cuatro o cinco juntos, pero de abajo, mostrando que el sur existe, vibra y alimenta, casi siempre más a los del norte que a sí mismos.
Pero las olimpiadas, como el poder, se juegan arriba. Y con reglas de unos pocos que hablan por las mayorías. Decidieron, por ejemplo, que Rusia y Bielorrusia no estuvieran en París por defenderse del cerco de la OTAN y se pasaron olímpicamente con fichas para no juzgar a Israel por exterminar al pueblo de Gaza.
Israel merecía exclusión por genocida y los palestinos debieron ser mayoría en el equipo de refugiados, un grupo nacido como proyecto inclusivo en 2015, pero que está siendo tomado por los poderes como arma política.
Cada presea tiene un precio. Lo pagan los dueños del mundo para repartírselas, aunque haya irreverentes como Cuba, que sigue batiéndose con más ingenio que dinero, y ganando.