Son milagros porque solo ocurren a veces. En 1940, un piloto con nombre y apellidos –Raimondo Baucher– descubrió aquello que había sido esquivo para los ojos de cientos de expertos. Mientras fotografiaba el golfo de Pozzuoli, un suspiro al norte de Nápoles , su cámara capturó unos restos sumergidos en el fondo de las aguas. Estatuas, mosaicos, columnas... ¡Hasta un balneario! Un tesoro arqueológico ubicado casi al alcance de la mano: a media docena de metros bajo la superficie. Desde entonces, cualquiera que cuente con un lanchón y sepa a dónde diantres debe mirar puede disfrutar de la ciudad de vacaciones del Imperio romano en la que reinaba la perversión: Bayas –Baiae para los latinos, Baia para nuestros vecinos mediterráneos–. Bayas fue la Sodoma y la Gomorra de su era en todos los sentidos. Fue alumbrada en el siglo I a. C. y acabó sus días como aquellas ciudades bíblicas malditas: destruida por la furia de los elementos. Aunque en su caso no fue el fuego divino lo que la hundió en el fondo de aquel golfo napolitano, sino el bradisismo, un fenómeno natural que provoca la elevación o el descenso del suelo a lo largo de los años. Lo peor es que, para cuando la cámara de magma sobre la que se erigía dio cuenta de ella, los pobladores de la 'Urbs eterna' ya habían levantado colosales mansiones y gigantescas termas en la superficie. Cuentan las crónicas, y créanme que existen a decenas, que la 'Piccola Roma' se convirtió en un pestañeo en el perfecto lugar de retiro para la 'jet set' romana por la belleza del paisaje, lo templado de las temperaturas y la calidad de las termas. No en vano contaba con innumerables fuentes minerales cargadas de calcio; y algunas de ellas, lo bastante calientes como para cocinar sobre el vapor. Qué mejor lugar para que los patricios romanos se cuidaran el molesto reumatismo, y qué mejor sitio para que gerifaltes de la talla de Julio César levantasen una colosal mansión a la que escaparse en la época estival. Pero aquel paraíso terrenal mutó pronto en un templo del pecado tras convertirse en la playa de moda del Imperio. Ovidio, nacido en el siglo I d.C., admitió en 'El arte de amar' que «sus litorales y sus cálidas aguas» humeaban «con vapores sulfurosos», pero también que era un lugar al que acudir a la caza de mujeres: desde casadas y hastiadas del matrimonio, hasta solteras en busca de una fugaz aventura amatoria. Marco Valerio Marcial, que vivió entre los siglos I y II d.C., la describió como una «urbe corruptora» en sus 'Epigramas'. Y Sexto Propercio, un poeta de la misma época, advirtió a sus lectores que se marcharan «lo antes posible de Bayas, la pervertida». Vaya si recibió críticas Bayas. Aunque hubo un personaje que la odió de forma especial, y eso, a pesar de que la visitó alguna que otra vez. Lucio Anneo Séneca , el filósofo hispano, cargó contra esta ciudad por toparse con una taberna a cada paso y por la ingente cantidad de yates que surcaban las aguas repletos de mujeres fogosas y hombres abandonados a la depravación. «¿Qué necesidad tengo de ver a gente embriagada vagando por la costa, las orgías de los marinos, los lagos que retumban con la música de las orquestas y otros excesos que una lujuria, al margen de todo principio, no solo comete, sino hasta pregona?», se preguntaba en sus escritos. Todo ello acabó sepultado bajo las aguas. ¿Cuestión de karma?