Era el día y la hora de muchas cosas. Citas convergentes para dos trayectorias dilatadas. La cosa no estaba de paso. O sí. Con Ponce y Morante si sumamos tenemos más de medio siglo de toreo. Enrique se iba en esta tarde extraña porque era su adiós después de décadas en la cima, una parada en boxes y un regreso solo por el gusto de despedirse de algunas plazas. Cosas de toreros. Y en el mismo sitio y a la misma hora el de La Puebla regresaba en plena lucha íntima y a fuego con sus demonios. La salud mental es ese privilegio a veces inalcanzable.
Lo habíamos visto el día anterior por la plaza y lo hicimos ya vestido de luces, de gris claro, con el peso de la tormenta sobre el rostro. Morante es Morante por infinidad de motivos. Los sacaron a saludar primero a Enrique en su adiós y este al de La Puebla y luego el de Chiva brindó el toro al compañero. Ellos saben. Para ellos queda. Le buscó las vueltas el de Domingo Hernández, que le hizo sudar a Ponce, torero con recursos para tres tauromaquias. Ya vimos en el prólogo de faena que por el derecho le costaba empujar hasta el final, pero tenía mucha movilidad y carbón. Le cosió las arrancadas con maestría. Se desplazaba más por el izquierdo; en cambio fue por el diestro por donde abundó en una faena de cardio porque el toro tenía mucho fuelle. La estocada fue a la primera y efectiva. Y la oreja ganada.
Con el cuarto llegó la despedida de verdad. Se le dedicó una canción y se le coreó aquello de «Enrique Ponce». Tuvo nobleza, pero no acabó de empujar y Ponce sacó todos sus recursos para despedirse a lo grande con una estocada y el doble premio.
Los demonios de Morante son versos sueltos que podrían ir a ninguna parte, pero se abre en canal para expulsarnos al paraíso del arte. En pocas piezas. Apenas tres lances fueron suficientes para recordarnos que su ausencia es un boquete para las emociones. Un vacío de alma. Por chicuelinas la seda al sacar al toro del caballo, despacio, desmayándose (y nosotros) la media. Era el segundo. Belleza. El comienzo de faena fue un deleite. Toro bueno, por noble y repetidor, de sensibilidad exquisita los ayudados, el desmayado. Qué manera de ser y estar. Se le ensució la faena a veces, pero la expresión del trazo era bárbaro, la manera de citar, con el pecho, la barriga al toro, asentado, el muletazo hasta atrás. No cabe la impostura ni la trivialidad es una forma de entregarse a los toros que le identifica. De ahí que aunque el muletazo no salga siempre limpio la forma de embarcar sea un fogonazo. La estocada fue entera, también abajo, pero rápida y paseó un trofeo de mucha solidez. ¿Incluso felicidad?
No pudo estirarse a la verónica, pero fue grande lo que vino después. No era una faena al uso, Morante no es un torero al uso. Es extraordinario. Y así su obra. Perfectamente imperfecta. Le tropezó el noble toro los trastos, pero si el prólogo fue una sobre dosis de torería luego vino la magia. Esa manera de querer detener el tiempo. De echarse sobre el toro, de aguantar las paradas casi con rabia, con el fuego que le quema por dentro y le hierve la necesidad de sacarlo, porque enferma. Enferma de sí mismo y esos demonios los vacía con el toro para revolotear, para buscar en su propia desnudez frente al animal el sentido de la vida. Y ahí Morante es un torrente de valor para torear con los vuelos, para dejar al descubierto al corazón y firmar una faena despiadada de lo accesorio y una bestia de intensidad. Igual no llega como los circulares pero tiene más verdad y valentía que un millón de ellos. Morante habría que clonarte.
Con faroles recibió Fernando Adrián al tercero y ya se quedó de rodillas para seguir por verónicas. Sustazo se llevó en una de ellas. A la faena no le faltó ningún ingrediente para conectar con el tendido desde el inicio con cambios por la espalda. Fue buen toro de Domingo Hernández con el que Fernando Adrián hizo un ejercicio de pasarse al animal por donde le dio la gana. Circulares, redondos, por aquí y por allá con absoluto dominio y lo mató de una estocada de rápido efecto, que le acabo de poner las dos orejas en la mano.
Tremenda fue la cogida de Adrián en el sexto. Volteretón horrible. Lejos de venirse abajo comenzó la faena de rodillas. El toro tenía mucho que torear. Embestía por abajo con repetición, pero había que llevarlo muy cosido. Dejó pasajes buenos, pero sobre todo una lección de raza y querer.
Salieron los tres a hombros entre gritos de «Torero, torero». Un corridón de Domingo Hernández hizo el milagro posible: la felicidad de Ponce, el triunfo de Fernando Adrián y la maravilla de ver a Morante expulsar lo demonios del templo.
Santander. Cuarta de feria Toros de Domingo Hernández. El 1º, con mucho carbón y pegajoso; 2º, noble y repetidor; 3º, bueno; 4º, paradote y noble; 5º, bueno; 6º, con su picante, pero bueno y encastado. Casi lleno.
Enrique Ponce, de grana y oro, buena estocada (oreja); estocada (dos orejas).
Morante de la Puebla, de gris perla y oro, estocada caída (oreja); estocada (oreja).
Fernando Adrián, de tabaco y oro, estocada (dos orejas); pinchazo, estocada (oreja).