En tiempo récord, 'Ni que fuéramos Shh…' ha revolucionado las tardes de Ten, cadena que ahora aparece diariamente en el top de lo más visto de la TDT. Kiko Matamoros está encantado porque, para él, se trata de una apuesta personal: «No ha sido como empezar de cero, pero casi. Pensaba que no volvería a vivir una aventura así. Ni los medios ni el dinero fueron un obstáculo». El colaborador asume su papel de 'chico malo' en el programa: «Soy el menos conciliador y el menos correcto, soy una voz transgresora, libre, sin miedo, que da lo que espectador espera. Y como no pienso volver a la otra cadena, no me voy a callar». Su apellido se ha convertido en todo un gancho para la prensa del corazón: «Ya somos una dinastía con ramificaciones, porque hemos incorporado una nueva trama al emparentar con las Campos». No le duelen prendas reconocer sus errores como padre: «Me arrepiento a diario de no haber estar más cerca de mis hijos. Tengo esa pena, pero la tengo que sobrellevar. Lo peor es que sabía que lo estaba haciendo mal y no hice nada por evitarlo, la culpa es de mi orgullo. Sé que no lo puedo compensar de ninguna manera». Tampoco es del todo cierto, porque Kiko ha encontrado una salida en sus nietos, a los que adora: «Sé que con ellos no voy a repetir los mismos errores. Ellos están para maleducarlos con amor. Me gusta que sean desobedientes y no pienso corregirlos, al contrario. Me encanta descubrir cosas nuevas con ellos». Con ese físico imponente y esa forma de imponerse en cualquier debate, uno pensaría que Kiko es un tipo duro. Sin embargo, de cerca es un sentimental: «Creo que todos trasladamos una falsa imagen, somos un poco impostores, porque tenemos corazón pero no queremos parecer vulnerables». La prueba está en cómo se ha entregado a su actual pareja, con quien protagonizó una boda de película: «La viví con mucha ilusión, aunque yo creo para ella fue todo más intenso. Somos una pareja atípica y somos conscientes de ello. No solo por la edad, sino porque participamos en el mundo en distintos planos. Lo que hacemos es conciliar ocio y trabajo. Viajamos mucho, nos gusta disfrutar del turismo cultural». Ya superó el miedo a las críticas por su relación: «No por mí, por ella, me preocupaba que la atacaran». Es uno de esos hombres que, cuando se enamora, se entrega por completo: «Sí, pero del mismo modo, cuando la pareja se rompe, se acabó para siempre». Para Kiko, cuidarse es algo muy importante y ocupa un lugar importante en su rutina diaria: «Soy un tipo muy activo. De 11 a 12 entreno y procuro siempre hacerlo con pesos importantes. Además, sigo una terapia hormonal para obtener mejores resultados. No quiero presumir, pero ni mi actividad física ni mi actividad intelectual se corresponden con mi edad». A Kiko le da paz disfrutar de un libro, una película, sus nietos y su pareja: «A veces, si me pongo nostálgico, me acuerdo de mi madre». Y le saca de quicio la realidad política que vivimos: «No soporto la intolerancia, y mira que yo puedo parecer un intolerante, pero no lo soy. No soporto los extremos y los discursos de odio». Sabe que su vida merece ser contada, pero no se atreve a hacerlo: «Me han ofrecido escribir mis memorias, pero tengo mucho pudor y, sobre todo, le tengo mucho respeto a la literatura como para embarcarme en esa aventura. Además, si lo hago saldría muy mal parado por todo lo que saldría a la luz». Los hermanos Matamoros, Kiko y Coto , no eran precisamente unos angelitos. Aunque de niños eran inseparables («los gemelos tenemos una relación muy especial entre nosotros»), ahora ni se hablan: «Yo lo tengo aparcado de mi vida, no me duelen sus mentiras a estas alturas. Es una pena, pero creo que se ha perdido para siempre». A pesar de todo, Kiko recuerda aquella infancia con nostalgia: «No era un niño modélico. Éramos unos golfetes que jugaban al fútbol en los descampados de la plaza del Perú y que paraban cuando llegaba el trolebús, que se deslizaban con unos cartones cuando nevaba. Recuerdo el olor de las palomitas del cine y los líos con los americanos, que nos colonizaron, que saldábamos en los autos de choque». En vacaciones, la familia se iba a la sierra, donde todo llegaba a ser más salvaje: «Disparábamos a las farolas, rayábamos lo coches y varias veces vino a casa la Guardia Civil para echarnos la bronca. En esos tiempos había una violencia generalizada que lo impregnaba todo. Teníamos nuestro mundo, con sus armas, sus cabañas, sus peleas. Yo empecé a fumar a los siete años porque era algo de machitos y a los nueve ya me tomaba mis chatos de vino». Aquella precocidad en el lado oscuro no le impidió convertirse en un buen estudiante: «Sacaba el curso con normalidad y logré un Notable en la Reválida. Pero en clase también era muy revoltoso y me ganaba unos capones por sumarme a los conflictos». A Kiko le gustaba hacer pellas para escaparse a la Casa de Fieras: «El dinero que mi madre me daba para la merienda me lo gastaba en cacahuetes para echárselos a los monos».