Era cuestión de días. La fragilidad física y cognitiva de Joe Biden hacía insostenible su candidatura a la presidencia de los Estados Unidos y, finalmente, ha renunciado a su reelección. El cara a cara con Donald Trump evidenció su deterioro irreversible. El posterior intento de asesinato del candidato republicano mermó de forma definitiva cualquier posibilidad no ya de ganar las elecciones sino de que Biden fuera mínimamente competitivo. A un lado estaba Trump, un político excéntrico pero convertido súbitamente en un candidato providencial, aclamado por su partido e impulsado por la reciente elección de J.D. Vance como candidato a la vicepresidencia. Al otro, un presidente deprimido, sumido en una degradación evidente que intentaba disimular su evidente fragilidad mientras cada vez más voces clamaban por su sustitución. La decisión de Joe Biden sólo resuelve una parte de los problemas del Partido Demócrata. El relevo del todavía presidente llega tarde y forzado por unas circunstancias que evidencian la falta de contrapesos en su partido. De ninguna manera su decisión disipa la desconfianza que se ha apoderado de los demócratas por haber permitido que el presidente siguiera adelante con sus intenciones. Biden nunca debió aspirar a la reelección. Cuando fue elegido presidente por primera vez ya se cuestionó su edad y se ofreció como garantía para los votantes la idea de que existía un plan de relevo que si no llegó a activarse fue por el fallido perfil de Kamala Harris como vicepresidenta y por el afán de una cohorte de personas próximas al presidente cuyos cargos y sueldos dependen de forma directa de su permanencia en el poder. Ahora, además, se da la situación inédita de que el presidente de Estados Unidos renuncia a ser reelegido por los cuestionamientos que existen sobre su capacidad física y cognitiva pero intenta mantener la ficción de que su condición es compatible y no le afectará durante los seis meses de mandato que le quedan por delante. Esta paradoja lo convierte no sólo en lo que en la jerga política estadounidense se denomina 'pato cojo' (cuando el presidente no puede optar a la reelección) sino en algo más grave: una figura que lastra y debilita al Poder Ejecutivo de la principal potencia mundial. En contra de lo que pudiera parecer, gran parte del mal está hecho y la campaña estadounidense está condenada a desarrollarse en un imprevisible marco de excepción. Entre el 19 y el 22 de agosto se celebrará en Chicago la Convención Nacional Demócrata y para entonces deberá estar resuelta la sustitución de Biden. La decisión del presidente sume al partido en una grave incertidumbre pues el respaldo que le ofreció ayer a Kamala Harris –completamente lógico ya que la eligió como compañera de fórmula en 2020– quizá complique más las cosas. Donald Trump se apresuró a proclamar tras conocer la noticia que las elecciones de noviembre ahora le resultarán más fáciles de ganar. Habrá quien haga depender la interpretación de lo ocurrido del resultado final de las elecciones, pero esa lectura ventajosa será un mero espejismo. Si Donald Trump vence, como parecían augurar todos los pronósticos, el error de los demócratas se habrá demostrado letal y será una de las causas del regreso del populismo a la Casa Blanca. En el caso de que exista una suerte de súbito revulsivo con la nueva candidatura de sustitución, la victoria demócrata no debería eclipsar el conjunto de malas decisiones que hicieron posible que un anciano mermado y enfermo llegara a jugar con el destino de una nación postulándose como candidato a una presidencia que de forma evidente no está capacitado para ejercer.