La conformación de un Frente Nacional por la Paz en Venezuela por iniciativa gubernamental, a escasas dos semanas de las elecciones presidenciales, es coherente con la actitud hacia el diálogo y la no violencia mantenida por el ejecutivo bolivariano y respalda su invitación, formulada de antemano, a un gran diálogo nacional después del torneo del 28 de julio.
Pero la iniciativa también deja ver los entornos previsibles que esa voluntad expresa de paz quiere evitar. Y es que el contexto poselectoral pudiera ser tenso en los dos escenarios visibles: hay probabilidades de intento desestabilizador si, como predicen la mayoría de las encuestas, el presidente Nicolás Maduro es relecto.
La reiterada y falsa hipótesis del fraude, blandida por sectores derechistas internos y por sus «amigos» de afuera, indica que pueden esperarse conatos violentos si se materializa la victoria bolivariana. Ellos la querrán descalificar. Y, como en el 2018, usarán fabricados argumentos para justificar acciones que no contribuirán a la estabilidad.
Esa percepción es respaldada por la negativa de la Plataforma Unitaria Democrática a suscribir, hace un mes, el respeto al resultado que dé a conocer el Consejo Nacional Electoral, firmado por el resto de los partidos participantes en los comicios.
Si, por el contrario, triunfara el candidato mejor punteado entre los opositores, que es precisamente el representante de la Plataforma, Edmundo González, también pudieran esperarse actos de desorden, porque la violencia ha sido consustancial a algunos de los partidos que integran esa alianza, y tal vez no pudiera aguardarse de ellos respeto al contrincante y a sus defensores.
Pero ese segundo escenario parece el menos posible.
A la distancia no sería aconsejable, y tal vez tampoco sobre el terreno, apostar de acuerdo con las encuestas, porque los vaticinios entre un grupo de ellas y las otras, favorecen por la misma cantidad de votos a uno, u otro candidato. Ello indica que uno de los dos grupos de sondeos, si no miente, yerra.
En todo caso, queda claro que para los sondeos, solo González «compite» frente a Maduro; porque para los ocho candidatos restantes se proyectan intenciones de voto insignificantes.
Lo que también está muy claro es que, si el resultado de la votación dependiera solo de que la mayor cantidad de sufragios se otorgue al aspirante con más capacidad para dirigir al país y real deseo de proveerlo de paz, justicia y encaminarlo hacia el desarrollo, el ganador sería Maduro.
Sin embargo, el encuentro con las urnas en Venezuela pasa, una vez más, por el saldo que pese a la exitosa gestión gubernamental en el mandato que concluye, deja la guerra no declarada de Estados Unidos desde el año 2015, que ha implicado asedio económico materializado en el «encadenamiento» de PDVSA y el robo de activos en el exterior; guerra diplomática con pretensiones no conseguidas de cerco y deslegitimación, sabotajes, apoyo a intentos magnicidas… Todo ello conforma, a la larga, una gran guerra mediática que ha intentado presentar al Estado bolivariano como «fallido». Eso también pesa.
Y es que en esta elección se dirime, una vez más, la escogencia entre dos modelos opuestos que son, justamente, los que cada uno de los dos candidatos mencionados representa: el participativo, con soberanía, inclusión y justicia social que inauguró Hugo Chávez en 1999 y, en la antípoda, el que pretende devolver al país a la IV República, que trae desde el recuerdo a una nación dividida entre oligarcas y pobres, llevada a una oscura noche neoliberal que estalló en los sucesos sangrientos conocidos como El Caracazo en 1989. De aquellas insatisfacciones nació, precisamente, el liderazgo de Chávez, cuando las masas vieron en él a un militar y un político nuevo, que nada tenía que ver con la politiquería depredadora vigente.
Unos 35 años después, habría que señalar ahora la supeditación o, a veces, el «compadrazgo» de la versión actualizada de aquella derecha empobrecedora, con los poderes más reaccionarios en Estados Unidos.
Cierto que algunos sectores de esa oposición se han deslindado de los núcleos que fueron artífices de las guarimbas que masacraron a chavistas y quisieron entronizar la violencia en 2017 y, una vez que vieron el fracaso de sus representantes más recientes santificados por Washington, como el defenestrado fantoche Juan Guaidó.
María Corina Machado, la política inhabilitada que se quiso imponer como candidata de la Plataforma, aparentemente dista de aquella figura u otras más claramente identificadas con la violencia, pero es harina del mismo costal.
Aunque de ningún modo logró postularse, pues habría significado burlar los dictámenes del Tribunal Constitucional que estipularon la prohibición de que Machado pueda postularse para ocupar cargos públicos en 15 años a partir de la fecha de esa sanción, emitida en 2015, ella se ha mantenido en campaña junto a González, en un intento de traspasar a este, un exdiplomático sin carisma y casi desconocido, su caudal de adeptos.
De hecho, la pretensión de postularla pese a todo, pudo apreciarse como el primer intento de descalificar la posibilidad de participación en estas elecciones, que fue uno de los acuerdos emanados del último encuentro del diálogo entre esa parte de la oposición y el Gobierno, con la presencia desde lejos, pero latente, de la administración Biden.
La mesa de conversaciones en Barbados también dejó el compromiso opositor de bregar porque Washington devolviera a Caracas 3 000 millones del total de entre 24 000 a 30 000 millones de dólares en valores del Estado venezolano bloqueados en el exterior por obra y gracia de las medidas punitivas estadounidenses, que las puso en manos de una representación de esa derecha.
Esa fue la parte de los acuerdos que no se cumplió, porque los fondos no han sido devueltos. Solo puede pensarse que la insistencia de la Plataforma en postular a una política que se sabía inhabilitada desde hacía nueve años, buscaba el efecto mediático que casi consigue ese sector y sus seguidores en el extranjero: presentar a Caracas como incumplidora, viabilizar nuevas sanciones contra ella, y deslegitimar falsamente los comicios.
No obstante, las rencillas entre los partidos miembros de la alianza y mencionados incumplimientos legales de parte de uno de ellos —Vente Venezuela, la agrupación de Machado— desembocaron finalmente en la escogencia de González, quien fue inscrito pese a que el plazo marcado por el CNE para hacerlo, ya había cerrado.
Para la salud del proceso comicial, su postulación puede verse como una fortuna que desbarató las falsas acusaciones contra las elecciones y su temprano e injusto cuestionamiento.
No muchos gobiernos han debido capear temporal tan agitado y de largo azote como el actual ejecutivo de Venezuela. Las pérdidas a su economía que significaron las medidas unilaterales de coerción ascienden a más de 640 000 millones de dólares y tuvieron su peor materialización en el endurecimiento de la vida de la gente.
Sin embargo, el momento duro ya pasó a juzgar por las cifras recientes de la economía, que apuntan a un crecimiento importante este año, por lo que puede estimarse que ese rubro está en los mejores momentos desde lo más crudo del asedio, cuando la temprana partida de Chávez en 2013, hizo pensar a los gavilanes en que una paloma herida sería su presa fácil.
La diversificación de la economía nacional con amplia y novedosa participación de la agricultura, así como la expansión de los negocios de PDVSA a nuevos mercados como lo han sido Irán, Rusia y otros países también «castigados» por EE. UU. que lo desafían, revitalizó el sector petrolero aunque, desde luego, todavía las producciones de una esfera descapitalizada por ausencia de insumos, todavía no le permita llegar a los tres millones de barriles diarios que produjo en sus mejores momentos; pero la cifra se ha incrementado en los meses recientes hasta los 876 000 toneles por día reportados en diciembre.
Los problemas de Europa con el crudo en razón del conflicto Rusia-Ucrania y las sanciones contra Moscú han significado, para Venezuela, sin embargo, momentos de cierta «holgura» posibilitadas por ranuras alternativamente abiertas y cerradas por la OFAC, bajo la presión que significa para la Casa Blanca la escasez y carestía del crudo en medio de las tensiones —crecientes— en el Viejo Continente.
Precisamente, la decisión reciente de Maduro de reinstalar un diálogo con Estados Unidos que había transcurrido sin alharacas y acaba de ser reabierto por petición de Washington, se anunció, significa una prueba de la capacidad del ejecutivo bolivariano no solo para conducir el país en medio de las limitaciones económicas y solventarlas, sino de establecer canales necesarios en el plano político que ratifican la legitimidad del Gobierno, y que también serán saludables, sean cuales sean los escenarios después del 28 de julio.