El asesinato ha sido una horrible práctica en la historia política de Estados Unidos. No solo asesinatos de presidentes, sino también de gobernadores, senadores y congresistas. Muchos fallan, cientos de ellos, de hecho, como el del sábado pasado contra el expresidente Trump. Pero si el recuento de Wikipedia es certero, las víctimas se cuentan por decenas, casi sesenta en doscientos años, poco menos de un asesinato “exitoso” cada cuatro años.
Para los interesados en el tema, un libro escrito hace ya varios años puede ser útil (Political Assassinations and Attempts in US History). La cuestión, como lo plantea el autor, no es nueva. Matar a líderes es más viejo que la maña de pedir fiado. Pensemos en Julio César, en la Antigua Roma; en Filipo de Macedonia, padre de Alejandro Magno; o en un chorrazal de emperadores romanos, para citar algunos. Dada esta terrible historia, cabe preguntarse por qué este tipo de violencia política es un recurso de poder en los Estados Unidos, una democracia predicada sobre la vigencia del Estado de derecho.
El asesinato político encaja en las autocracias, en las que no hay respeto por la vida de los demás. O en períodos convulsos de guerras civiles y revoluciones. Pero, en una democracia, la “eliminación” de líderes políticos se hace en las urnas, una manera civilizada de rotar el poder, y el imperio de la ley está para evitar los peores excesos de los gobernantes y, también, para protegerlos de la ira ciudadana.
A este punto, reparen ustedes un detalle. He hablado hasta aquí de los asesinatos contra políticos estadounidenses por conciudadanos. Hay otro tipo de asesinato político, esta vez cometido por entidades de su gobierno: especialmente en la segunda mitad del siglo pasado, Estados Unidos procuró, de tiempo en tiempo, liquidar líderes políticos de otros países. Los intentos más sonados fueron los de Lumumba y la seguidilla contra Fidel Castro. En estos casos, sin embargo, las motivaciones fueron geopolíticas, y Estados Unidos no se apartó de las prácticas usuales de otras potencias a lo largo de la historia.
Hoy, como todos estamos conectados y todo se copia, deseo con la fuerza de mi alma que a ninguna persona en nuestro país se le ocurra que matar bien vale una misa. Lamentaríamos no solo las vidas perdidas, sino también un gran golpe a nuestro experimento como sociedad de paz. Mi deseo de jueves.
El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.