La fiscalidad es un territorio de la política pública particularmente complejo, no sólo desde la perspectiva de su diseño ―que requiere amalgamar gran cantidad de elementos macro y microeconómicos, consideraciones sociales y distributivas y, por supuesto, formalidades jurídicas― sino que sobre todo porque, en nuestras sociedades democráticas, los acuerdos necesarios para implementarlas requieren de inmensos esfuerzos de negociación para que la distribución de las cargas necesarias para la financiación de los presupuestos gubernamentales sea ampliamente aceptada por los diversos grupos de interés y actores políticos.
Desgraciadamente, las urgencias financieras de corto plazo tienden a que la discusión se centre ―incompleta e incorrectamente― en la aritmética presupuestaria, es decir, en cómo aumentar impuestos o recortar los gastos, con el fin de reducir los déficits y procurar restaurar la sostenibilidad de la deuda gubernamental.
Esta obsesión por las sumas y las restas presupuestarias conduce a que se dejen de lado elementos del diseño de la fiscalidad que son claves para entender sus impactos económicos y distributivos y, particularmente, que se desprecie el poder que tiene la imposición, a través de la forma en como modifica incentivos o redistribuye rentas, en la búsqueda de procurar alcanzar otros objetivos colectivos, materializados en políticas públicas, en ámbitos distintos como los programas medioambientales, la equidad y distribución del ingreso, tan sólo para citar dos de los más relevantes.
Los impuestos modifican el comportamiento de los agentes económicos pues cambian los incentivos que enfrentan y consideran familias y empresas a la hora de tomar decisiones. Por esta razón, tan obvia, en su diseño debe considerarse este elemento conductual para poder valorar su potencial recaudatorio (la introducción de una mayor carga impositiva puede erosionar la base sobre la que se cobra el tributo y reducir la expectativa de recaudación), el costo real que significa para la sociedad cualquier tipo de imposición (los cambios en el comportamiento de los agentes económicos implican costos y pérdida de bienestar que deben ser considerados como efectos colaterales de los impuestos) y, por supuesto, su uso para modificar adrede comportamientos privados que pueden ir en contra de objetivos o del bienestar colectivo (de aquí el papel tradicional que se le ha asignado a la imposición como mecanismo para corregir externalidades negativas, como las medioambientales).
Los impuestos también redistribuyen las rentas y los ingresos y, junto con las políticas de gasto tienen el potencial de modificar la distribución del ingreso, para bien o para mal. En este sentido, si las sociedades tienen objetivos colectivos o se preocupan por la inequidad y la distribución ―no sólo en el hoy, sino prospectiva e inter generacionalmente― deberían, como mínimo, prestar atención a los efectos de la fiscalidad en ese sentido (el penoso espectáculo que significó la rebaja en los impuestos a la propiedad de vehículos automotores el año pasado es un ejemplo en este sentido) y a considerarla como una herramienta más en la construcción de una sociedad más equitativa y con mayores oportunidades para las ciudadanías, tanto hoy como en el futuro.
Contrario a lo que muchos actores políticos y grupos de interés creen - mejor dicho, quieren creer o hacer creer a la opinión pública - con la reforma de 2018 no se ha resuelto el problema.
Por una parte, los niveles de imposición siguen luciendo muy bajos para las demandas actuales que, legítimamente, la sociedad costarricense expresa en los presupuestos gubernamentales, lo que clama por acciones para elevar la carga tributaria de la mano, evidentemente, de acciones que mejoren la efectividad del gasto y lo redirijan a la satisfacción de las necesidades de las poblaciones.
Además, la fiscalidad debe modernizarse, son necesarias reformas que globalicen la imposición (se dejen atrás los esquemas cedulares que propician la elusión y además tienen efectos redistributivos negativos), se revise la carga impositiva sobre los ingresos de las corporaciones y las personas (al final de cuentas, son las personas y no las empresa las que acumulan riqueza y sobre ella generan ingresos), se modifique la financiación de la seguridad social hacia un esquema de imposición general y no basado en cargas sobre el empleo formalizado, se graven otras formas de ingreso y de riqueza más acordes con las transformaciones económicas y sociales de las últimas décadas (por ejemplo, es prácticamente inexistente la imposición sobre la propiedad o sobre la transferencia intergeneracional de riqueza en una sociedad en donde los capitales han migrado hacia sectores como el inmobiliario o mantienen importantes inversiones financieras) y se migre de un esquema territorial a uno que considere, al menos, los ingresos asociados con el capital local invertido en el exterior.
En materia de equidad las brechas y los rezagos son enormes, gran cantidad de exoneraciones tienen un efecto distributivo negativo - es decir, concentran más la riqueza - y poco se ha avanzado en reformas que introduzcan progresividad a la fiscalidad y los presupuestos gubernamentales (por ejemplo, los esquemas de devolución del IVA a las familias de menores ingresos).
Y mucho menos se ha planteado, con claridad y decisión, los cambios necesarios en la fiscalidad con el fin de enfrentar los retos del cambio climático y la descarbonización. Desafíos que, ciertamente, van en dos vías: por una parte, el sistema tributario puede ―¡y debe!― generar incentivos que contribuyan a esos procesos y, por otro lado, las mismas finanzas gubernamentales deben empezar a pensar en cómo sustituir los ingresos que se obtienen de la imposición sobre combustibles fósiles, en un contexto en que su consumo declinará con el tiempo.
Todos estos temas implican retos enormes en su diseño, pero por, sobre todo, requieren de un espacio político en que los actores de todo tipo sean capaces de escuchar, ceder y alcanzar acuerdos. Esto es hoy por hoy inexistente, en especial cuando lo que predomina es una política cortoplacista y que gusta del espectáculo polarizador para ganar audiencias y elecciones.
Sin fuerzas políticas y grupos de interés que recapaciten y estén dispuestos a discutir y alcanzar acuerdos sobre estas reformas, el escenario no es nada halagüeño: probablemente se terminará, de nuevo, con crisis de sostenibilidad de la deuda y, peor aún con un enorme déficit de gobernabilidad, pues como en el pasado, las demandas de las ciudadanías seguirán sin ser resultas con responsabilidad.