De acuerdo con la antropología cristiana se puede hablar del ser humano como ciudadano de dos mundos.
Una carta de san Pablo en la que habla con bastante emoción de esta doble ciudadanía fue escrita desde una cárcel y, por cierto, en la perspectiva de una pronta ejecución. Es la llamada Epístola a los Filipenses, en la cual el apóstol refleja una aguda tensión existencial entre el seguir viviendo -“permanecer en la carne”, dice él- o morir y estar con Cristo, lo cual, agrega, “resulta lo mejor”. Junto a reafirmar su actual compromiso de servicio a la comunidad cristiana, a la cual se ha entregado con todas sus fuerzas en un continuo peregrinar, Pablo declara que “nuestra ciudadanía (políteuma) está en los cielos”; afirma, por tanto, su pertenencia a dos mundos como miembro de dos polis: la terrena, en la cual no descansa como incansable misionero, y la celestial, que espera como plenitud definitiva. Dos ciudades no simplemente yuxtapuestas, sino en estrecha conexión.
Sobre la relación de estas dos ciudades es bien iluminadora la narración del Juicio Final, la cual, según el evangelista Mateo (25, 31-46) hace el mismo Jesús. Allí aparece como patente criterio de tal juicio las actitudes y comportamientos tenidos en este mundo respecto del prójimo, especialmente del más necesitado. En efecto, los que resultan aprobados, lo son porque han dado de comer al hambriento, visitado a los presos y socorrido a los enfermos, entre otras obras de solidaridad; y los que salen reprobados, la causa ha sido su indiferencia respecto del prójimo en situaciones similares. Es decir, que el buen o mal ejercicio servicial de la ciudadanía terrena es el documento de aprobación o rechazo de la entrada a la Jerusalén celestial.
Contrariamente a la interpretación marxista que considera lo religioso como alienante, en el compromiso temporal de apertura o cierre solidarios se juega la suerte eterna del ser humano; Jesús se declara como escondido o disfrazado en el prójimo, particularmente en el más débil: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). Para entender adecuada y proactivamente este pasaje evangélico, es preciso proyectar en dimensiones mayores las obras a que hace referencia. Es preciso entenderlas no sólo respecto del servicio pequeño y de persona a persona, sino también en la perspectiva persona-comunidad y macrosocial. Así se interpretarán también, como obras que quiere y manda Dios, las buenas políticas alimentarias, habitacionales y carcelarias.
Esta escena del Juicio Final es una enseñanza interpelante acerca del comportamiento en el ámbito de la convivencia, en la correspondiente responsabilidad política. La relación de obediencia y amor a Dios, que es Trinidad, comunión, no se reduce a un encuentro privado, intimista, verticalista, sino que envuelve una atención integral al prójimo, especialmente el más requerido de atención. Contra toda interpretación alienante, las dos polis en que se encuadra el ser humano guardan estrecha relación, como aparece también en otros pasajes del evangelio, entre los cuales la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31).
¿Dónde está tu hermano? Esta pregunta formulada por Dios al fratricida Caín en los albores de la humanidad, según relata el Génesis (4, 9), es la permanente pregunta que hemos de sentir como formulada a nosotros los humanos por un Creador que nos hizo sociales y miembros de una gran familia, en la cual estamos llamados a reflejar la bondad de quien quiso fuésemos su imagen y semejanza.
La narración del Juicio Final resulta entonces una exigencia muy concreta para los cristianos respecto de la construcción de una nueva sociedad, libre, solidaria, pacífica, sabiendo que en el buen ejercicio de la ciudadanía temporal se juega la suerte de la polis celestial. Un escritor de la Iglesia de los orígenes, Ireneo, escribió algo sumamente aleccionador y desafiante: “La gloria de Dios es que el hombre viva”.
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