Dos conciertos enlazados estética y musicalmente por el nombre de Stravinski. El primero estaba protagonizado por la Orquesta de la Suisse Romande, que nunca había visitado el Festival. Un acontecimiento por ello. Máxime al venir acompañada por la insigne Martha Argerich, que volvía a Granada tras su éxito con Ravel de hace dos años. A sus 83 primaveras sigue mostrándose exultante, precisa, como en sus mejores momentos. Sigue siendo nítida en la acentuación y fúlgida en el ataque.
Sus modos, a veces ligeramente agresivos, el calibrado fraseo, matizado al compás, son algunas de sus credenciales; como su capacidad de concentración, su milimétrica calibración de dinámicas, su fantasía para el dibujo fino y su inesperada habilidad para obtener, en momentos estratégicos, sonoridades casi etéreas, que la llevan a alcanzar celestiales sutilezas, a las que acompaña con sonrisas muy explícitas, gustándose. Como hizo de nuevo en esta ocasión, en la que penetró, sin ningún recato, a fondo y a conciencia, en los intríngulis románticos y apasionados del “Concierto” de Schumann.
El fúlgido comienzo, con esos acordes terminantes y determinantes, fue la primera prueba de que algo grande se avecinaba. Si hace dos años nos sedujo con las irisaciones y el toque ingrávido del segundo movimiento del raveliano “Concierto en Sol” y con los ritmos danzables y el toque jazzístico de tantos pasajes, en esta oportunidad nos subyugó y nos levantó del asiento en los compases afirmativos, de un romanticismo en sazón. Y con el ensimismamiento que demanda el “Intermezzo”. La métrica irregular, los cambios de compás de esa especie de “perpetuum mobile” que es el “Allegro vivace” final fueron llevados en volandas sin una sola vacilación. Contó con el elegante y acogedor acompañamiento del conjunto suizo modelado y modulado por la batuta bien pautada de Dutoit.
Antes la orquesta y el maestro habían roto el fuego con una exultante versión de la “Suite nº 2” de “El sombrero de tres picos” de Falla, quizá en exceso vocinglera, pero perfectamente servida en lo rítmico. Aspecto este bien controlado por la larga batuta, que se mueve juvenilmente (a los 88 años de edad de su poseedor) en todos los planos y orientando sagazmente a la centuria a sus órdenes en la interpretación de “La consagración de la primavera” de Stravinski. Fue una versión rutilante, brillantísima en todas las familias, bien diseñada y clarificada, nervuda y apasionada. Los cambios de compás, los compases irregulares, algunos insólitos, fueron alimentando el desaforado crecimiento de la obra hasta desembocar en el postrer sacrificio de la doncella.
Habríamos pedido una mayor serenidad, concentración, interioridad, toque poético, un lirismo -que también lo hay en la obra- en la exposición de la Introducción de la segunda parte. Aquí fue todo demasiado prosaico. Pero enseguida nos olvidamos de esto para sumergirnos en la marea arrasadora propulsada a toda máquina por los magníficos timbres de la orquesta y por los activos e incansables brazos del octogenario, presente, como era lógico, durante el descanso de la sesión, en la entrega de la medalla de honor del Festival a la que fuera su primera mujer. Un galardón bien merecido porque Argerich viene dando desde hace mucho tiempo lecciones musicales en esta sede. Antonio Moral, director hasta este año del certamen, que ha alcanzado uno de sus mejores momentos, le dio la bienvenida y glosó los méritos de la artista.
Fue por tanto, en conjunto, un concierto de los que hacen época y que tuvo singular continuación al día siguiente en el Auditorio Manuel de Falla. Una gran idea la de programar en él una adaptación de “La consagración” stravinskiana para dos pianos y percusión debida al Liber-Quartet compuesto por los pianistas Alberto Rosado y Carlos Apellániz y los percusionistas Javier Eguillor y Raúl Benavent. Un acierto total, que no sigue los dictados de la versión del propio Stravinski para solo dos teclados, sino que aporta ideas nuevas e incluye una variada percusión.
Toda la fogosidad, la irregularidad métrica, las oscilaciones dinámicas, la agresividad, la consistencia granítica, el colorido terroso del original están aquí reproducidos a pequeña escala. El concierto se abrió con una versión nítida, de pasajera y extraña poesía en el “Lento”, de la “Sonata para dos pianos y percusión” de Bartók. La fiesta concluyó con un divertido regalo: la “Brasileira” del “Scaramouche” de Milhaud. Muchas cosas pues para el recuerdo y para los anales del Festival.