Estamos ante una biblia del flamenco, un maestro absoluto de ese arte que desde que ganó, en 1956, el Concurso Nacional de Cante Hondo (hoy Concurso Nacional de Arte Flamenco de Córdoba) tiene la consideración de clásico en vida. Nacido en Puente Genil, Córdoba, hace 92 años, ostenta el privilegio de ser el último receptor de la codiciada Llave de Oro del Cante, que le fue otorgada en 2005 y que, en sus 156 años de existencia, tan sólo ha recaído en cinco artistas. La suya fue, quizá, la única de consenso: universidades, conservatorios, peñas y diputaciones lo avalaron, algo que no se había dado antes, aunque él le resta importancia a ese carísimo galardón: «No hay oposiciones para eso. Hay alguien por encima de ti que te reconoce unos valores y te dice “tú”, te señala. Aunque, claro, yo la recibí con agradecimiento», y opina que tendrían que crear una Llave de Oro para el baile y otra para la guitarra, «pero eso –dice en un tono que casi suena a disculpa– no está en mi mano». ¿Cómo definiría el flamenco este maestro de maestros, aquello a lo que le ha entregado su vida entera? «El flamenco es un sentimiento, un arte, una musicalidad que te emociona, te estremece, te engancha y te pellizca el alma. Se puede definir de muchas maneras, pero yo no tengo mucho más que decir que eso. Aparte de lo que significa en mi vida, claro, porque yo empecé a cantar en mi pueblo cuando terminó la guerra, con apenas ocho años. Nací en el 32 y me tragué toda la guerra y la posguerra horrorosas, como todas las guerras. Porque en las guerras no gana nadie, pierde todo el mundo. Especialmente la gente más humilde, como era mi caso». Unos años durísimos que prefiere no rememorar: «Pasaron, punto. Con todo lo que he vivido y viajado, toda mi trayectoria, no tengo tiempo para recordar ninguna amargura antigua. Y lo digo sin ningún odio a nadie ni a nada, no soy rencoroso». La afición al cante le vino por vía paterna. De él le viene el apodo, Fosforito, que le pusieron a su padre por sus interpretaciones de Francisco Lema «Fosforito»: «Quiso ser torero y era un cantaor que cantaba muy bien. Cuando hablamos de cantaores y de épocas gloriosas del flamenco, hablamos de cuatro, pero, en realidad, son 40, y mi padre estaba ahí, era un buen cantaor. Terminó siendo pintor de brocha gorda porque muy pronto se cargó con ocho hijos [ríe] y con algo tan desagradable como es una guerra. Cuando los niños empezamos a crecer, cada uno tiró para un lado y yo me puse a cantar, que es lo que había hecho toda mi vida». A pesar de no ser muy taurino, no le ha gustado que el Ministerio de Cultura haya suprimido el Premio de Tauromaquia: «Me parece mal. Los toros tienen una raíz española, no sólo andaluza. Desde la Edad Media se corrían toros. Cuando Góngora, en 1587, con veintitantos años, se hizo racionero de la catedral de Córdoba, un obispo, pariente suyo, lo llamó al orden porque lo acusaba de ser amigo de cantaores y toreros. Quiero decir que Góngora iba a la Corredera de Córdoba a ver los toros en el siglo XVI. Los toros están unidos a nuestra vida desde siempre, a nuestras tradiciones. Y sí, es arte».
¿Hay algún cantaor al que reconozca como su mayor influencia, a quien se quería parecer? «A mí me han interesado todos los cantaores. Pero me interesaba lo que cantaban, no cómo lo cantaban. Nunca he pretendido parecerme a nadie, siempre he querido ser yo». Y no sólo lo consiguió sino que desde muy joven se caracterizó por dominar todos los palos del flamenco, algo infrecuente: «Con 23 años fui ganador absoluto, primer premio en todas las sesiones, en el Concurso Nacional de Cante Jondo, en Córdoba. Y cuando tenía 37 años grabé una antología, con 48 cantes, con Paco de Lucía… ¡en una semana! Eso es una cosa insólita, ahora es inconcebible. Ahora se tarda… Yo qué sé». Aquello fue tras cumplir el servicio militar, donde una anemia casi lo retira del cante para siempre: «Cuando volví de soldado a mi pueblo, por problemillas que tuve de salud, una anemia, perdí la voz. Vivía solo, en una pensión, y comía cuando podía y cuando me acordaba. Cuando en mi pueblo me vieron en tan malas condiciones y entendieron que ya no me podría buscar la vida como cantaor, el ayuntamiento acordó en un pleno comprarme una guitarra –ríe– y convencieron a un guitarrista, Manolo Santos, para que me diera clases. Iba a verle por las noches, cuando el hombre cerraba su bar, y aprendí un poco, las primeras posturas, tocaba un poquito por soleá... Y, por inercia, empecé a encontrarme, hasta que recuperé mis facultades».
Los flamencos jóvenes citan siempre a Camarón como el más grande, y aunque su talento y genio están fuera de toda duda, es como si los cantaores anteriores a él no existieran. ¿Tiene Fosforito esa sensación? «La expresión de cada uno, y su gusto, es libre. Camarón llegó en un momento dado y fue el cantaor de mucha gente joven. Eso mismo pasó conmigo 20 años antes. Camarón impactó, aportó algo nuevo. No es que inventara nada, porque en el cante todo está inventado, pero creó una forma de decir. Él le ponía algo al cante, una cosita más. Y sí, claro que eso es muy importante, por eso lo recuerdan y tiene muchos seguidores. Pero también tenían muchos seguidores Caracol, la Niña de los Peines, Pepe Pinto, Marchena, Juan Valderrama. Son épocas. Y lo mismo pasa con los toreros y los futbolistas».
El cantaor cordobés está al loro de los cantaores más jóvenes, aunque dice sentirse incapaz de señalar a ninguno porque «hay gente muy buena». Le tiro entonces de la lengua dándole algunos nombres. Israel Fernández: «Un cantaor interesante, teniendo en cuenta que todavía tiene un marchamo del que debe desprenderse y aparecer con algo particular. Porque mientras siga queriendo ser Camarón, que es irrepetible… Pero, poquito a poco, como pasa casi siempre, irá encontrándose a sí mismo. Tiene un gran don, es buen artista». Miguel Poveda: «Es un divo en solitario. Además de que canta muy bien flamenco, la copla la borda. Un artista maravilloso». El Niño de Elche: «Eso no tiene nada que ver con el cante, es otra historia. Eso es un payaso, un disparate. ¿Tiene talento cantando? Tiene mucha osadía. Eso también cuenta, sí, pero qué tendrá que ver eso con un cante por soleá, o por seguiriya, o por bulerías, o por petenera. A lo mejor sabe cantarlo, pero se ha montado unos números que me parecen esperpénticos. No puedo enmarcar eso en el flamenco».
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ENCIÉNDEME Y VERÁS
Por Javier Menéndez Flores
Las calles apestaban a pólvora y a miedo, y comer era siempre una fiesta. Cuántas toneladas de nada en las despensas y de gramática parda en las aceras, Antonio. Una confusión de alientos azuzados por el látigo de la necesidad, que nunca bajaba los párpados. Fuego homicida en el verano y hondo puñal de hielo de noviembre a marzo. Y los niños: rostros embadurnados de una gravedad adulta, infancias sin infancia. Pero la carne de cañón nada puede hacer frente a la inoperancia de los políticos y la vesania de los generales.
Antonio Fernández Díaz nació millonario en un par de dones, el del oído fotográfico y el de la garganta insondable. Y en cada centímetro de cada día desde que guarda memoria, se ve a sí mismo deletreando el abecedario salvaje de lo jondo. Tenía aún la estatura de un pigmeo cuando se lanzó a cantar por las tabernas y las ferias de ganado, en la profundidad abisal de los pueblos de la serranía de Cádiz y Málaga, y actuaba en cines que parecían mausoleos para audiencias de sesenta personas como mucho, aunque él sintiera sobre sí el peso de un millón de ojos.
Pero la mala alimentación obró igual que un disparo a cañón tocante y lo debilitó tanto que hizo que su voz se desvaneciera. Trató entonces de sacarle a una guitarra la misma magia que era capaz de extraer de lo más hondo del pecho, y no hubo manera. Menos mal que el solo ejercicio del instrumento le refrescó la memoria al cuello y resucitó su más preciado tesoro. Y cuando le llegó aquella oportunidad desde Córdoba, con las cuerdas vocales en forma y las ganas hincándole fuerte sus espuelas, para allá que se fue con lo puesto, que era, aunque aún no lo supiera, todo lo que hacía falta para conquistar el mundo. Y los eruditos, los entendidos, los que controlaban de la cosa del cante le dieron su bendición y lo distinguieron, entre otras cien fieras, con el grado de capitán general. Y ya nada volvió a ser como antes.
Han desfilado por tu vida tantos nombres en luces de neón que sería una insensatez intentar reproducirlos todos, pero no pienso callarme tres: Juan Valderrama, Paco de Lucía, Antonio Gades. El oro que recubre algunas biografías brilla tantísimo que no es posible sostenerle la mirada, del mismo modo que el sombrero que corona la cima es tan pesado o tan ligero como decide quien se encuentra allí arriba. Pero lo que no admite duda es que el traje de la maestría está confeccionado con el hilo del coraje y del hambre, y con ese gramo de genio que algunos elegidos llevan consigo desde la placenta, y de todo eso Antonio sabe un rato.
El flamenco sana, Antonio, lo puedes jurar por la memoria de tus muertos, por más que lo jondo sea un punzón, una bomba de racimo, un proyectil preñado de explosivo. Porque el rito del cante, cuando la sangre se dispara y tira del alma hacia la garganta, te lleva a un lugar que no has conocido fuera de esos instantes y te hace sentir como el gladiador en el Coliseo, solo ante el abismo pero atravesado por el rayo de la gloria.
Fosforito es hijo de otro tiempo, de una época que nada tiene que ver con esta (aquellas ventas en mitad de la madrugada para saciar el hambre de diversión de los señoritos y aquel refugio hermano de las peñas), pero su juventud es eterna y es por ello que en este mundo de velocidades imposibles e inteligencias algorítmicas aún tiene sitio.
Le dijiste una vez a María Isabel que la amas desde el principio de los tiempos, antes, incluso, de que naciera. Y muchas veces, en la soledad de tus reflexiones, piensas, con sonrisa de corsario, que, aunque ya transites el último recodo del camino, si alguien te enciende verás la que se lía. Porque la antorcha que siempre has sido aún tiene mecha.
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