Si viviéramos en la sobrevalorada película Todo a la vez en todas partes, veríamos mejor el hilo de amor-odio y acción-reacción que une París y Londres. Como explica el actor británico Tom Walker a través de su personaje ficticio Jonathan Pie, los ingleses están saliendo de una relación abusiva con el populismo mientras los franceses hacen los preparativos de boda. Los conservadores franceses e ingleses tienen más en común de lo que les gustaría admitir, empezando por la pipolización –comportarse como si fueran celebridades de la revista People–, la retórica “en même temps” –estar al mismo tiempo aquí y allí, decir una cosa y hacer la contraria– y el amor al cierre, más emocional que real, de sus fronteras. Pero este verano de 2024 los británicos están de vuelta y los franceses, de camino.
“Los franceses prefieren luchar por símbolos en lugar de enfrentarse a hechos y cifras”, solían decir los británicos, antes de que les arrollara la política mágica liberal, el nacionalismo y el Brexit. El nuevo premier, Keir Starmer, ha tomado buena nota de lo que señaló Glucksmann, “la izquierda siempre ha dependido de su poesía”, y ha decido ser lo menos poético del mundo. “Boring is the new radical”, decía Tom Walker en un vídeo para The New York Times en el que explicaba quién era Starmer.
Esto resulta incomprensible para un francés, que prefiere suicidarse a aburrirse y se inventó al flâneur para hacer filosofía del hecho de vagar por las calles sin hacer nada. El escritor Sylvain Tesson decía que “Francia es un paraíso poblado por gente que cree vivir en el infierno”, y todavía queda algo de eso en la Francia de hoy. Lo notas si te sientas con un francés a charlar mientras compartes uno de los platos de su cocina tradicional, que antes de la modernidad solía ser una orgía de salsa, mantequilla y trufa. Buena parte de la culpa de la encrucijada en la que se encuentra Francia es del macronismo, pero es mucho más popular, dentro y fuera de sus fronteras, culpar a la izquierda de que ha abandonado a la clase obrera como sujeto político e ignora su realidad y sus aspiraciones: el estupendo documental Regreso a Reims incide en ese argumento, sin olvidar lo obvio, que la Francia de Le Pen de 2024 no se explica sin la Francia de Macron de 2017.
Andre Gide escribió que los franceses eran unos frívolos incurables, y sí, lo son. Al resto de los europeos, y especialmente a los españoles, nos pone lo peor de Francia, el proceso de desdiabolización de la extrema derecha, la culpa eterna de la izquierda intelectual, la pureza del pueblo, el enfrentamiento entre la ciudad y el campo, la agorafobia asfixiante, lo subjetivo como realidad contable. Por eso dedicamos cientos de columnas a un triunfo de Le Pen todavía improbable (triunfará, de momento, el cordón sanitario) y muchas menos a la debacle real de los tories. Por eso nos negamos a admitir que el voto de ultraderecha en Francia ya no es un voto protesta contra la izquierda, es un voto conforme a la agenda de ultraderecha, es un voto de derecha, de derecha consciente y radical. Jordan Bardella es una cáscara vacía que cada votante ultra está llenando con sus ideas sobre lo que debería ser una Francia triunfante y purificada mientras él hace tiktoks comiendo chuches, bebiendo champán y hablando de inmigración descontrolada. Lo que pasará si triunfa el populismo de derecha ya lo saben los británicos. Mañana, los franceses quieren ser escuchados y lo serán. En unos años, algunos no querrán saber qué dijeron en 2024.