Rubén Vargas ha metido uno de los goles de la Eurocopa, el que certificó la defunción del campeón, Italia. "Granit [Xhaka] me dijo: ‘¡Rubén, por favor, marca un gol!’", recuerda el jugador suizo. Eso fue en el descanso. "Dos minutos después tengo el balón y lo escucho diciéndome que tire. Entonces todo pasó muy rápido", continúa. Ningún italiano le amenazó lo suficiente pese a estar dentro del área, Vargas pudo chutar y la pelota fue teledirigida a la escuadra, haciendo inútil el vuelo de Donnarumma. Él también fue quien dio la asistencia del primer tanto, de Freuler.
Suiza volvía a poder con una de las selecciones clásicas, como hizo en la Eurocopa de hace tres años con Francia, que era la campeona de mundo. En ese torneo, España fue quien frenó a los helvéticos en los penaltis. Uno de los que falló fue Vargas y dio la vuelta al mundo la imagen de Thiago y varios futbolistas de la Roja consolándolo, algo que él agradeció. Fue un momento duro en la todavía corta carrera del habilidoso extremo, aunque él ya sabía lo que es pasarlo mal en sus comienzos en el Lucerna, el equipo del cantón suizo en el que nació. Con 13 o 14 años, muchas veces se quedaba fuera de la convocatoria y en varias entrevistas ha recordado cómo lloraba en su casa hasta quedarse dormido. "Cuando el entrenador dice: 'Lo siento, no es suficiente', duele", rememoró en el medio de su país "Watson".
No era suficiente pese a la calidad individual que tiene, que le hizo, por ejemplo, marcar algunos goles de córner directo cuando era pequeño. Incluso los practicaba en los entrenamientos. A partir de los 18 ya se convirtió en un fijo. Le ayudó que diera el estirón. Sigue sin ser muy alto, pero tampoco es bajo: 1,77.
Él tenía claro que quería ser futbolista, pese a que en sus inicios también jugaba al béisbol, el deporte rey de la República Dominicana, el país de su padre, que además era instructor de golf y por eso Vargas también le daba (y le sigue dando) a los palos. Fue especialmente complicado el día que le dijo a su padre que apostaba por el balón en lugar de por el bate. La madre, suizo-italiana, era gimnasta. De uno heredó "la alegría de vivir", el espíritu latino; de la otra, "la calma y la tranquilidad".
Tampoco descuidó su formación y completó un curso de tres años en la construcción para ser pintor, al que entró gracias a su padrastro (los padres se separaron cuando él era pequeño), que era carpintero. "Fue una lección de vida para mí. No voy a decir que era fácil entrar a la obra a las 7:30 horas y salir a las 16:00 y luego ir directamente a entrenar, pero estoy orgullos porque no fui el mejor estudiante", admite en la entrevista citada antes. La asignatura que menos le gustaba eran las matemáticas. Los brochazos los da ahora, pero finos, con la pelota.
El siguiente paso después del Lucerna fue ir a la Bundesliga en 2019, con 21 años recién cumplidos. Fichó por el Augsburgo, donde le queda un año más de contrato. Está a tres horas en coche de su casa en Suiza, por lo que en cuanto puede se va a pasar unos días con su madre. Pese al golazo que dejó contra Italia, lo de marcar es algo en lo que todavía tiene bastante margen de mejora, ya que en 151 partidos con su equipo en Alemania ha anotado 22 tantos y en 44 con la selección, ocho.
De fuertes creencias religiosas, admite que reza varias veces al día. Suiza ya no es una sorpresa en esta Eurocopa y ahora le espera Inglaterra, que avanza sin convencer, lo que quizá la hace más peligrosa.