Esta semana, nuestra crítica política nacional se ha mantenido casi como en un baile, un paso pa ’delante, un paso pa ’atrás.
La nefasta aprobación del Proyecto de Ley que dispone la prescripción de los delitos de lesa humanidad (en la práctica, una amnistía) ha hecho difícil recordar que tan solo tres días antes el Poder Judicial reponía en su cargo a los dos miembros destituidos de la Junta Nacional de Justicia.
Estos momentos de ambivalencia hacen que a menudo retorne la pregunta respecto de qué tipo de régimen político es el que impera hoy en nuestro país, pero, sobre todo, cómo y dónde podemos ver salidas a la situación.
Me parece particularmente útil, en ese sentido, hablar del Perú como un autoritarismo competitivo, concepto acuñado a inicios de siglo por los profesores Steven Levitsky y Lucan Ahmad Way según el cual en estos regímenes “las instituciones democráticas formales son ampliamente vistas como medios principales para obtener y ejercer la autoridad política. Los funcionarios violan estas reglas con mucha frecuencia, hasta el punto de que el régimen no logra tener los estándares mínimos convencionales para la democracia”. Seguro nos suena bastante familiar.
Pero aunque el autoritarismo competitivo claramente no es una democracia, tampoco es un autoritarismo absoluto, puesto que “aunque los funcionarios en los regímenes autoritarios competitivos puedan manipular frecuentemente las normas democráticas formales, no pueden eliminarlas o reducirlas a una mera fachada” y, por tanto, los actores políticos se ven obligados a no abdicar de mantener ciertas libertades o causes institucionales vigentes.
Así, los autoritarios de turno (esa coalición de miniaturas políticas muy bien descrita por Daniel Encinas en su columna) tendrán que preferir “el soborno, la cooptación y otras formas más sutiles” de control político.
Sin embargo, mi particular interés por este concepto surge principalmente porque Levitsky y Way plantean que, “debido a la persistencia de las instituciones democráticas significativas en los regímenes autoritarios competitivos, existen cuatro arenas de competencia a través de las cuales las fuerzas de la oposición pueden periódicamente desafiar, debilitar y hasta vencer”. Y allí es donde espero que podamos encontrar alguna esperanza.
La primera arena que se aborda es la arena electoral, que además es la más importante. La obligatoriedad de seguir llevando a cabo procesos electorales medianamente competitivos pone sobre la mesa de los actores autoritarios la posibilidad de perderlos. Es por esta razón por lo que hoy estamos viendo ajustes a las normas electorales que buscan limitar la competencia y cerrar el sistema para reducir su riesgo de perder el poder. Pero la posibilidad de vencer en las urnas no desaparece, como bien nos ha mostrado recientemente el caso de Guatemala.
Otra arena es la legislativa. Se plantea que, frente a un Ejecutivo autoritario pero obligado a mantener con vida al poder Legislativo, este puede bloquearle o dificultar su senda autoritaria. Esto claro, en nuestro país no tiene vigencia hoy, pues la coalición autoritaria está no solo integrada por Ejecutivo y Legislativo, sino directamente liderada por las mayorías de este último. Sin embargo, si es posible recordar que “las fuerzas de la oposición pueden utilizar la rama legislativa como un lugar de encuentro y organización y (si se cuenta con un medio independiente) como una plataforma pública para denunciar al régimen”.
En cuanto a la arena de los medios de comunicación, se señala “son con frecuencia el punto central de contención en los regímenes autoritarios competitivos (…) y los periodistas –aunque frecuentemente amenazados y periódicamente atacados– a menudo surgen como figuras de oposición importantes”.
Esta es una buena descripción hoy de nuestra prensa alternativa, vinculada principalmente a redes sociales, pero cuyos destapes y esfuerzos terminan generando la casi obligación de que los medios tradicionales de televisión y radio les repliquen, como ocurrió en el caso del Rolexgate.
He dejado para el final la arena judicial, precisamente porque es hoy por hoy, entre las instituciones públicas, aquella en la que parece posible encontrar razones para creer en la disputa.
Pese a que “los gobiernos de los regímenes autoritarios competitivos intentan subordinar la rama judicial” se afirma que “la combinación de la independencia judicial formal y el control incompleto de la rama ejecutiva puede dar una apertura a los jueces disidentes”. Jueces y fiscales, valientes en la defensa de nuestra justicia.
Así, la JNJ removió a Patricia Benavides como fiscal de la Nación, pese a todos los esfuerzos contra ello y esta semana, pese a los múltiples intentos del Congreso de disolver esta misma Junta, finalmente no solo no se logró su desaparición en pleno, sino que los dos miembros que habían destituido han sido repuestos por la Corte Superior, en otro acto de valiente disidencia.
Finalmente, frente a la funesta aprobación de lo que es casi una ley de amnistía en dramáticos casos de lesa humanidad, los comunicados del Poder Judicial y su sistema de derechos humanos han dado ya a entender que no acatarían esta disposición, como lo hizo años atrás la valiente jueza Antonia Saquicuray con otra amnistía similar en tiempos del fujimontesinismo.
Como dijo la valiente abogada Josefina Miro Quesada, “siempre prevalecerá el Estado de derecho. Por muy golpeado que esté, mientras existan jueces independientes que lo defiendan”.
Me niego, pues a creer que todo está perdido mientras siga habiendo posibilidades de disputa en las arenas de competencia, y afirmo que es desde cada una de ellas que podemos seguir buscando la esperanza y dando la batalla.