Cualquier mañana pamplonesa en el entorno de las ocho, el paseante se encuentra con adoquines levemente mojados, operarios limpiando las calles y esa tranquilidad de la ciudad mesocrática y algo antigua. La capital navarra es un pedazo de tranquilidad en el mundo de las prisas, un corazón verde a la orilla del Arga, y ese lugar donde la existencia transcurre como si nunca pasara nada salvo que se quiera espantarla. Se disfruta del vermú, de las partidas de cartas los sábados con Carlitos Vivanco y su cuadrilla, y de la religión bullanguera que sigue siendo Osasuna. Dicen que en Navarra hay tres grandes empresas, que no son sino la Volkswagen, el complejo universitario de la Clínica de la Obra y los propios Sanfermines.
Y con esa sombra, y antes de que se cambie ese reducto tardomedieval que sigue siendo Pamplona, se alfombran como un mapa plural todas las ideas que conviven desde la Plaza del Castillo y las arterias que bombean el alma de los pamploneses. Todos parece que no se conocen durante todo el año, aunque cuando se encuentran en las fiestas patronales se abrazan como si no hubiera mañana. Algunos pasan por La Olla, como si no hubiera otro lugar más elegante en España. Otros van desplegando banderas palestinas en los balcones para que las enfoquen directamente las televisiones del encierro. Antes del hervidero mundial hay bares pequeños donde se sigue desayunando cazuelicas de morro como Juanito, o paseando por la calle del Carmen en una Navarrería desierta de la madrugada antes de que explote la vida.
Y pasan los peregrinos del Camino de Santiago, como todo el año. Porque hoy Pamplona se ha desnudado de las viejas batallas campales de la parte vieja, cuando había pelotas de goma y la gente emigraba a San Juan, y es una de las ciudades del planeta más entrañables y hospitalarias. Vivir aquí es un privilegio al alcance de los que solo saben que el lugar de fortuna es donde a uno le conocen por la sonrisa de medio lado de la barra y del momentico. Mientras las peñas llenan los arcones de bebida y alegría antes del cohete. Alguien almuerza y piensa que toda la felicidad es tan tremenda y fugaz que después de todo llegará el 15 de julio. Desde la Catedral baja un penitente que se cruza con un chaval de pendiente y camiseta sabiendo que seguramente se encuentren en la cola de los churros de La Mañueta. Y si no, almorzando en La Raspa los días de blanco y rojo.
Las pequeñas cosas ocurren en cualquier lugar de la tierra, pero más en una Pamplona que tiene la calma antes de esa tempestad, bulliciosa y etílica. Desde los barrios cono La Rocha o La Chan van escalando hacia el promontorio de cotidiana mercancía los pamploneses de cualquier condición. Y como alguno dijo todo va tan en serio, según Gil de Biedma, teñido y con pañuelo rojo, como el afán diario y siempre con el corazón encogido antes del chupinazo.
Dicen que San Fermín tiene un capotillo para los males de la vida. Mientras uno vagabundea por el silencio hermoso de Pamplona, añora que le cobije para el lío que se nos avecina. Después de todo, que más se puede decir, casi como un susurro ¡Viva San Fermín!