La grave crisis de justicia que vivimos en nuestro país se tradujo en una sed de cambio impostergable. Las y los mexicanos están demandando que sus derechos se respeten en cualquier tribunal, sin corrupción, sesgos o privilegios.
México viene sosteniendo un sistema de impartición de justicia que se llenó de vicios y no estuvo a la altura de las demandas sociales. Tenemos poderes judiciales que se levantaron sobre sistemas y estructuras que hoy dejan una deuda de justicia. Por ello, si queremos resultados distintos, debemos cambiar las fórmulas. Al final, ese es el eje toral de la reforma judicial.
Estamos frente a un cambio profundo de los poderes judiciales, frente a un nuevo paradigma constitucional en la impartición de justicia, frente a una transformación de la justicia en México.
En esta transformación, es necesario y responsable pensar y repensar en las nuevas fórmulas, en los nuevos mecanismos, en los nuevos cimientos de lo que ahora se espera que sean los poderes judiciales democráticos. Sin embargo, me parece que las resistencias más aferradas pasan por la no aceptación al cambio de sistema, y por ello pretenden analizar la reforma judicial bajo los mismos principios, valores y ejes rectores del sistema anterior.
Dentro de las objeciones que se han realizado en los Diálogos Nacionales para la Reforma del Poder Judicial, ahora quiero destacar aquellos hechos sobre los derechos laborales de los integrantes de los poderes judiciales. Argumentos que tuvieron un protagonismo importante desde el primer evento al que acudieron al pleno de la Suprema Corte, integrantes del Consejo de la Judicatura Federal, personas legisladoras, la directora nacional de la Asociación de Magistrados de Circuito y Jueces de Distrito, el secretario general del Sindicato de Trabajadores del Poder Judicial y el ministro en retiro Arturo Zaldívar, entre otros.
En primer lugar, es indispensable aclarar que la reforma plantea una transformación en el esquema de los titulares, no así del resto del personal con funciones jurisdiccionales o administrativas que constituyen el gran grueso de integrantes de los poderes judiciales. Ellos no se verán afectados en sus derechos laborales.
Ahora bien, por lo que hace a las personas juzgadoras titulares —ministras, jueces o magistradas—, en repetidas ocasiones se ha afirmado que la reforma viola el derecho a la estabilidad laboral y la garantía de inamovilidad, ejes de la independencia judicial.
Sin embargo, recordemos que estas garantías —desarrolladas ampliamente por la academia y estándares internacionales— buscan blindar a las personas juzgadoras para que puedan emitir libremente sus fallos sin miedo a verse afectadas en su estabilidad laboral. En tal sentido, el derecho a la estabilidad laboral no consiste en una permanencia irrestricta en el puesto de trabajo, sino que se erige como una protección frente a despidos arbitrarios o injustificados con referencia al marco legal vigente.
Así, deviene necesario reflexionar si una reforma constitucional que transforma el mecanismo de designación de jueces y juezas puede realmente vulnerar esos principios. Esto es, aun cuando el cambio institucional implicaría la conclusión del encargo de quienes se encuentren en funciones de titulares, ello no se trata de un simple “despido” o de una “remoción libre” por venganza de sus resoluciones; se trata en realidad de un cambio del diseño constitucional. Diseño que, además, podrá ser evaluado a la luz de los estándares internacionales en materia de independencia judicial en sus méritos y que a futuro deberá también observar los principios de inamovilidad y estabilidad laboral.
Así, es válido tener distintos puntos de vista en torno a la iniciativa de reforma judicial, no obstante, si nuestro punto de encuentro es que la justicia mexicana se debe transformar, debemos aceptar el cambio de fórmulas. Sigamos así, entonces, dialogando —reflexiva y responsablemente— sobre la reforma judicial.