No seré yo quien defienda a una opción política radical o populista. Siempre he propugnado la moderación, nunca incompatible con la firmeza en la defensa de las convicciones. Considero que el diálogo es imprescindible y una herramienta de acuerdo y sin confundir esta actitud abierta con una renuncia a principio alguno y sí la aportación al necesario encuentro y de equilibrio en el avance común en cuestiones capitales de Estado y de sociedad. Si observamos los discursos del sanchismo o del Gobierno y de sus terminales mediáticas y socios partidistas, todos tienen un común denominador: la estigmatización de cualquier planteamiento diferente al suyo al que no dudan en calificar de ultra, evidentemente de derecha. Persiguen arrinconar a quien no piensa como ellos. Ultraderecha, dicen, en el ámbito internacional y en el doméstico, también en lo social. Su pretensión es obvia : desmotivar a aquellos sectores más centrados en el respaldo a su opción partidista natural y, a la par, movilizar a los propios votantes de izquierda. En particular a aquellos dispuestos a renegar de ese Partido Socialista que no ha dudado en alcanzar pactos mezquinos con el independentismo y promover la escora ideológica hacia postulados de la izquierda más radical. Pedro Sánchez orgulloso, no sé de qué, calificaba de «los zurdos» a sus adláteres. En realidad son «ultrazurdos». Creo que un país ambidiestro siempre será mejor gobernado al contar con todos y tendrá más posibilidades si se avanza en sociedad juntos que no confrontados. La estrategia de estos siniestros se centra en la falsa dicotomía entre los que no los son, la ultraderecha, o ellos. Es difícil no encontrar en los discursos partidistas o en las noticias diarias en los medios reiteradas referencias a la ultraderecha. Y lo hacen quienes se sostienen en la extrema izquierda y en la extrema ruptura de España para gobernar. La ultraizquierda existe, pero se silencia o blanquea. En España es ella quien forma parte del gobierno sanchista y de la mayoría parlamentaria que lo sustenta. El Partido Comunista , podemitas, Bildu o la capucha política de la antigua Batasuna, el BNG, son algunos ejemplos. En Cataluña , además de los ultra rupturistas de España, los comunes impregnan su política de radicalidad. Los extenientes de alcalde de Ada Colau, Gerardo Pisarello y Jaume Asens siendo ya diputados trasladaron al Congreso e impregnaron en las Cortes al PSOE y a la política española sus estrategias radicales de confrontación y de división de la que el Presidente del Gobierno ha mutado en su primer hooligan y entrenador. La CUP no una versión laica de las Hermanitas de la Caridad y, en breve, el PSC podría regalarle el disponer de grupo parlamentario propio en la cámara catalana pese a no disponer de escaños suficientes. Más extrema izquierda. Los «ultrazurdos» con sus políticas excluyentes y de enfrentamiento construyen muros para orillar mayorías legítimas. Han sustituido la lucha de clases de los dogmas comunistas de antaño por el odio social . Sin embargo, se les blanquea políticamente y se les reconoce institucionalmente. Ante su frentismo, aperturismo y realismo. Sin complejos, y a diestro y siniestro y reiteradamente, hay que articular propuestas impregnadas de realismo social y rigor de gobierno. Por la defensa una seguridad ciudadana de máximos, de una inmigración que se integra y respeta sin fisuras, de servicios de atención a las personas, sanidad, educación, mayores, discapacidad, etc., prestados con eficacia y sensibilidad absoluta, fiscalidad justa, creación de empleo y de oportunidades total, en valores y de Ley en la España indivisible , orgullosa y diversa. Dirán también que lo anterior es ser ultra. Acéptese. Será ultra porque su sentido es ir más allá de la c onfrontación estéril de la izquierda. Es la propugna necesaria, sensata y útil en favor los españoles. Y, en paralelo, no caigamos en la amnesia selectiva de la memoria sanchista y recordemos que, en efecto, la «ultrazurda» existe. Alberto Fernández Díaz. Abogado.