Con la llegada de los días más largos solemos pasar más horas expuestos al sol. Aunque no debemos huir de él porque es importante para nuestra salud y bienestar, tiene otra cara menos amable, sobre todo si la exposición es excesiva o sin protección. Encontrar un equilibrio óptimo entre una exposición saludable al sol y una sobreexposición peligrosa es clave para no tener que lamentar efectos nocivos.
La radiación ultravioleta (UV) es una forma de energía que produce el sol y es la que incide directamente en la piel. No la podemos ver porque sus longitudes de onda son más cortas que la luz visible. La energía ultravioleta –que también podemos encontrarla en fuentes artificiales como cabinas de bronceado- que produce el sol llega a la Tierra en dosis que dependen de factores como la latitud, la altura sobre el nivel del mar, la época del año en la que estemos o las partículas en suspensión.
Existen distintos tipos de rayos ultravioleta: los UVA y los UVB –parte de ellos quedarían absorbidos por la capa de ozono- y los UVC –la capa de ozono impediría su llegada a la superficie terrestre–.
De sobra es conocida la relación entre la exposición controlada al sol y la producción de vitamina D, así como su papel para aportarnos energía y para potenciar una agradable sensación de bienestar. Sin embargo, si no la controlamos, esta exposición puede provocar cambios en nuestra piel en forma de “quemaduras solares, fotodermatosis, fotosensibilidad, fotoinmunosupresión, fotoenvejecimiento y cáncer de piel”, advierte la Doctora Araceli Sánchez Gilo, jefa asociada de Dermatología del Hospital Universitario Rey Juan Carlos.
De hecho, la radiación UV es, junto al tabaco y la contaminación, un factor clave que “induce al envejecimiento cutáneo”, confirma Sánchez, que habla de “fotopolución, es decir, el efecto sinérgico que tiene la radiación solar y los contaminantes ambientales que influyen en el envejecimiento cutáneo y las alteraciones de la piel”, que se traduce en hiperpigmentación cutánea y aparición de arrugas.
Los efectos varían en función del espectro de radiación solar. Así, la radiación infrarroja “provoca enrojecimiento; la luz visible, aparición de manchas cutáneas; los UVB se han visto implicados en la aparición de quemaduras solares y el bronceado; los UVA podrían provocar fotodermatosis y fotoinmunosupresión, que favorecería la aparición de envejecimiento y cáncer cutáneo”, admite la Doctora Sánchez.
Según la campaña Euromelanoma, es más probable que las lesiones cancerosas aparezcan en lugares expuestos al sol (UVA y UVB) con mayor frecuencia, como la cara, el cuello, la espalda y las extremidades, sobre todo en personas mayores de 50 años, lo que confirma que, si bien el daño solar en la piel puede no ser evidente cuando somos jóvenes, se mostrará más adelante.
Aunque las quemaduras solares desaparecen, los cambios que ha sufrido la piel permanecen, de ahí que la frase de que ‘la piel tiene memoria’ no sea una sandez: cada exposición prolongada añade más daño al ya debilitado sistema inmunológico y al material genético de la piel.
Por otro lado, y tal y como reconoce la Asociación Española contra el Cáncer, un factor determinante también es la capacidad que tengamos de broncearnos, es decir, conocer cuál es nuestro fototipo cutáneo. Divididos en seis, partimos del I, de pieles muy blancas que no se broncean y se queman, al IV, que se broncea y no se quema. Los V y VI corresponden a pieles oscuras. Por tanto, cada uno de ellos condiciona la sensibilidad o vulnerabilidad de la piel ante los daños de las radiaciones.
Para prevenir todos los efectos nocivos de la radiación solar en la piel es fundamental protegernos, no solo durante los meses de verano, sino a lo largo de todo el año, “extremando la protección en los meses de mayor exposición”, afirma Sánchez, y convertirlo en un hábito de nuestra rutina diaria. Según la experta del Hospital Universitario Rey Juan Carlos, para sintetizar la cantidad suficiente de vitamina D que nos proporciona el sol, basta con una exposición de unos 15 minutos diarios, procurando que no sea en las horas centrales del día.
La fotoprotección es clave para evitar los efectos dañinos mencionados, sobre todo durante el periodo estival. Para ello, es importante que sepamos cuál es el más adecuado para nuestro tipo de piel y zona del cuerpo. Hay infinidad de opciones, la mayoría de las cuales nos protegen de los UVB. Encontramos sobre todo fotoprotectores tópicos en forma de sprays, lociones o cremas. Pero también hay fotoprotectores “que nos protegen de la radiación UVA y la luz azul e incluso algunos contienen sustancias que ayudan a reparar el daño provocado por la radiación solar”, admite Sánchez, así como fotoprotectores orales, con agentes antioxidantes, que deben usarse junto con un fotoprotector en crema.
En líneas generales, ya que cada caso es único, es recomendable usar un factor de protección solar igual o mayor a 30, “que también proteja para UVA y, si es posible, también para la luz visible”, recomienda Sánchez. En casos particulares, como personas con patologías fotosensibles o con riesgo de sufrir cáncer de piel, es recomendable aumentar el factor a 50 o 100.
¿Cómo debe aplicarse el fotoprotector? Aunque a menudo suele hacerse en el momento justo antes de la exposición, lo recomendable es aplicarlo una media hora antes, sobre la piel limpia, sin olvidar zonas que a menudo pasamos por alto, como las orejas o los labios. Como recuerda la Dra. Sánchez Gilo, “debe aplicarse una cantidad suficiente para cubrir la piel; si al extenderlo sobre la piel queda una capa muy fina, el nivel de protección será menor”, advierte la experta. Si permanecemos mucho rato al sol, deberemos reaplicar el protector solar en abundancia y de manera uniforme cada dos horas, después del baño o tras secarnos con la toalla.
¿Podemos aprovechar el fotoprotector del año pasado? Es común que entre las cosas de baño del verano pasado aún tengamos restos del protector que no se terminó del todo. En este caso, debemos tener presente que “los fotoprotectores abiertos durante varios meses pierden sus propiedades, por lo que no se podrá garantizar que puedan proteger con igualdad de condiciones que uno recién abierto”, matiza Sánchez.
Pese a su gran labor, la protección no acaba con las cremas o sprays. Hay otras herramientas que nos ayudarán a mantenernos a salvo de las radiaciones perjudiciales del sol, como “evitar las horas centrales del día y usar ropa y accesorios como sombreros, gorros o gafas”. Que una camiseta nos proteja más o menos dependerá de detalles como el “tipo y densidad de tejido, el color, el diseño y los procedimientos de acabado de fábrica. Una pieza con tintes, sobre todo de color oscuro y de ropa gruesa aumenta el grado de protección”, confirma Sánchez.
De acuerdo con la Sociedad Española de Oncología Médica (SEOM), con los tejidos adecuados se puede llegar a reducir hasta en un 93% de radiación incidente, siendo mayor cuanto menores sean los espacios entre hilos y mayor el peso y grosor del tejido.