¿Hay personas cisgénero y heterosexuales en el colectivo LGTBI+? Piense un momento. Si la respuesta es “no”, se equivoca: invisibilizada a veces, la I de las siglas del colectivo queer es de intersexual: personas con características sexuales que no entran en el binario macho-hembra y que son muestra de la diversidad de los cuerpos humanos. Varias normas autonómicas y la Ley Trans estatal amplían los derechos de este colectivo históricamente oprimido, pero hay quienes alertan de sus lagunas. Déficits que permitirían que se repitieran historias como las de Sara, que se ha sometido a varias cirugías porque le habían dicho desde pequeña “que tenía que hacer una serie de cosas para ser una mujer”, u Ona, a la que intervinieron quirúrgicamente por entender que unos genitales cosméticamente normativos le harían la vida más fácil.
Aunque desconocidas para el gran público, las intersexualidades llevan estudiándose en el ámbito médico desde mediados del siglo pasado. Al principio, la mirada sobre estas condiciones y síndromes tenía como máxima preservar la normatividad de género: se entendía que había que intervenir quirúrgicamente y asignar un sexo al nacer para que la familia pudiera educar en un género determinado. Además, se recomendaba el silencio más absoluto; informar a la familia o a la propia persona intersexual podía llevar a confusiones con el propio género, decía el sexólogo John Money, referente de la comunidad médica. Las guías de buenas praxis actuales rompen con ese abordaje y recomiendan diferir cirugías y tratamientos para dar tiempo a la familia para pensar y, en el mejor de los casos, que sea la propia persona quien decida sobre su cuerpo.
A la familia de Sara no le ofrecieron otra opción que no fuera operar a la niña. “Eran los 80 y confiamos en el médico; si te dicen que tu hija no va a tener una vida feliz, pues claro [que le haces caso]”, dice la ahora mujer. Su caso no debería repetirse tras la aprobación de la Ley Trans y LGTBI+, pero la norma tiene lagunas, opina la autora de 'Intersexualidades'
Unos 30 años antes de que se publicaran las recomendaciones actuales nacía Sara (nombre ficticio) a quien le detectaron unos bultos donde deberían estar los ovarios: eran testículos no descendidos. A su familia solo le ofrecieron la posibilidad de la intervención quirúrgica a pesar de que los estudios sobre su condición no eran concluyentes. “Eran los 80 y confiamos en el médico; si te dicen que tu hija no va a tener una vida feliz, pues claro [que le haces caso]”, dice Sara, a quien esta operación ha abocado a una vida de tratamiento hormonal con estrógenos.
A primera vista, personas que nazcan con la misma disgenesia gonadal que Sara están amparadas por la Ley Trans y LGTBI+, que prohíbe las intervenciones quirúrgicas en personas menores de 12 años. Los postulados de Money, a la papelera de la Historia. O no, porque en el artículo que prohíbe estas cirugías se incluye la coletilla “salvo en los casos en que las indicaciones médicas exijan lo contrario en aras de proteger la salud de la persona”. “Hecha la ley…”, Nuria Gregori, autora de Intersexualidades. Emergencias y debates en torno a personas con características sexuales diversas (Catarata, 2024), deja en el aire el refrán que termina con “hecha la trampa”.
El argumento de la protección de la salud es complejo. Hay condiciones en las que se sabe que no intervenir supone riesgo de cáncer, pero otras en las que los estudios no son concluyentes. Además, las familias y personas intersexuales que rechazan tratamientos salen de esta forma del circuito médico y no son contactadas para participar en investigaciones. A pesar de estas incógnitas, la recomendación de cirugías sigue estando a la orden del día aun cuando no se sabe a ciencia cierta si son necesarias. “Necesitamos profesionales [médicos] que tengan claro qué distancia hay entre lo estrictamente necesario y las cirugías selectivas por cuestiones estéticas”, afirma Gregori.
La salud física no es la única en juego, así que el equipo médico que realizó la gonadectomía de Sara luego recetó silencio: los genitales están rodeados de tabúes e “intersexual” remite a una suerte de espacio liminal entre sexos, así que, durante años, una parte de las recomendaciones de la comunidad médica ha sido mantener el secreto en torno al desarrollo sexual diferente (DSD) de la persona ante la perspectiva de la exclusión social. “Te hacen pensar que tu sitio [en la sociedad] depende de normalizarte y callarte. Te empujan a ello”, denuncia Sara, que constató que ese silencio se extendía también a su historial médico, en el que no constan todas las operaciones a las que se ha sometido.
Además de esa gonadectomía temprana, Sara se sometió a otras operaciones que considera inmotivadas. “Me habían dicho desde pequeña que tenía que hacer una serie de cosas para parecer una mujer”, relata. Se sometió a una vaginoplastia a los 12 años: “Nadie me pidió opinión. No hay justificación médica para una vagina grande”, denuncia. Después de eso en la lista de cosas que Sara consideraba que tenía que hacer para normalizarse estaba el aumento de pecho. Resistió a las presiones para hacerse esa mamoplastia hasta que cedió sobre la veintena.
La primera operación a la que se sometió Sara atendía, le dijeron, a razones médicas. Las demás no tenían esa motivación: "No hay justificación médica para una vagina grande", dice la mujer, que cree que se trataba de normalizar su cuerpo para que encajara mejor en cómo se supone que tiene que lucir una mujer
Quien aguanta en cada visita al ginecólogo la presión por someterse a una vaginoplastia es Ariana. Esta mujer fue diagnosticada de agenesia de útero con 18 años, y su formación feminista es la que le hizo rechazar la vaginoplastia o la terapia con dilatadores que le ofrecían. “Yo sabía que no había ningún problema médico con mis genitales y que su motivación era normalizarlos”, asegura, pues cada vez que le ofrecen operaciones le cuestionan su vida sexual: “¿Y qué opina tu novio de tus genitales?”, cuenta que le dijeron en una consulta. La última ocasión fue hace un año: fue al ginecólogo por otros motivos y la profesional que la atendió trató su DSD “como una desgracia” y le aseguró que no podría ser feliz.
Las intervenciones quirúrgicas a las que se sometió Ona abrieron una brecha entre su madre y ella que tardaría mucho tiempo en cerrarse. “¿Por qué firmaste el consentimiento?”, le preguntaba. Cuando Ona tenía 11 años, su familia descubrió que sus genitales no se adecuaban a la idea social de qué es una vagina. Como la entonces niña iba al hospital con frecuencia por otras cirugías relacionadas con su salud, su madre se acercó a consultar al cirujano que le había atendido anteriormente. El profesional le dijo que la vagina de Ona le iba a causar problemas en su vida sexual adulta, y la madre accedió: “Ella no sabía nada y lo que diga el médico es lo que hay que hacerse. Pensó que le hacía un favor a la Ona de mayor”, cuenta la mujer que pensó su progenitora.
En Intersexualidades, Nuria Gregori afirma que el modelo de consentimiento informado que establecen las guías no se suele llevar a cabo. Según estas, el asesoramiento a la persona intersexual o su familia debería hacerlo un equipo multidisciplinar con profesionales de diferentes departamentos. En la práctica, asegura la antropóloga y enfermera, la información la suelen dar las cirujanas y cirujanos, por lo que se tiene “una mirada única” que se centra en “cirugías, intervenciones y diagnósticos”. “Si un cirujano me dice que es necesario y lo mejor para mi salud y otros profesionales no me dan más opciones, voy a seguir su recomendación”, ejemplifica Gregori.
Después de la primera vaginoplastia, el cuerpo de Ona se había seguido desarrollando. Fue ella misma quien con 13 años fue a buscar a su madre y le dijo “soy deforme otra vez”. En el hospital, hacían salir a su progenitora de la habitación para que médicos pudieran usarla como ejemplo real de una DSD: “Era asquerosísimo; me abrían de piernas delante de ocho o diez médicos para mirarme y medirme”, cuenta.
En esa ocasión dice que no se sintió tratada como un ser humano, y ese sentimiento de “ser un bicho verde”, en sus palabras, le ha acompañado gran parte de su vida hasta que acudió a una charla de la activista intersex y autora de La rebelión de las hienas (Bellaterra, 2022) Mer Gómez: “Allí encuentro algo que me identifica. No me siento sola y la presión por encajar pierde importancia”, relata. Ahora, la mujer, al entender que la falta de referentes de genitalidades diversas es lo que le hizo sufrir tanto tiempo, tiene un proyecto en el que hace moldes de silicona de genitales “para romper el binarismo y ver que no hay un pene y una vulva, sino un círculo cromático de la genitalidad”. “Necesitamos desexualizar los genitales para poder hablar de ellos”, añade.
La comprensión y aceptación que encontró Ona en la charla de Mer Gómez la consigue Ariana gracias a sus parejas y comunidad, aunque a veces le cuesta. La consecuencia más visible de su síndrome de Rokitansky es el vello facial. “Hay días que no me importa, pero otros en los que no me siento tan fuerte como para verme la cara con barba”, cuenta. Fue en la adolescencia cuando notó que era diferente a sus amigas: a ellas les había bajado la regla; a ella no. Eso, sumado a la barba que le empezó a salir con 16 años, le hizo interiorizar la idea de que no era “suficientemente mujer”. Ese pensamiento persistió cuando recibió su diagnóstico de DSD: “Seguía sintiendo que era un monstruo porque la sociedad nos dice que no somos válidas si no cumplimos los cánones”, denuncia Ariana, que, con tesón, leer teoría queer consigue desterrar ese sentimiento de inferioridad la mayor parte del tiempo. Eso y llevarse con compañeras trans: “Me permitieron ser yo”, sentencia.
Escritora y activista autodenominada “femidisca”, Ona se enfrenta a violencias “muy hardcore y terriblemente tránsfobas” por ser intersex y que se le note, asegura. Suele ser en sus charlas o cuando hace divulgación por redes, y cuenta que acostumbra a venir de feministas transexcluyentes: “Me confunden con una mujer trans, y cuando hablo de que no tengo regla, útero o vagina me tratan como hombre”.
En la década de los 2010 se empezaron a publicar informes de derechos humanos al respecto del tratamiento médico a personas intersex y esa ha sido la base para la legislación autonómica o estatal sobre la materia, que se ha incluido en las leyes trans y/o LGTBI+, explica Nuria Gregori, la autora de Intersexualidades. La antropóloga cree que las recomendaciones internacionales se han aplicado a España “sin aterrizarlas o contextualizarlas” y las normas actuales están demasiado centradas en personas intersex con genitales que no entran en el imaginario de pene o vulva a quienes se somete a cirugías tempranas.
“Han creado una historia única de lo que es ser intersex”, declara. Por ello, lo más efectivo sería enumerar las condiciones intersexuales en las leyes, según Gregori: “Mucha gente no se acoge a la etiqueta intersex, sino a su DSD concreta. Entonces, cabe el riesgo de que pacientes no sientan que esta ley los ampara y médicos piensen que no se les aplica”.
“Hubo prisa en incluir la I, se hizo muy rápido y sin previa reflexión”, asegura Nuria Gregori sobre la Ley Trans y LGTBI+. Para mejorarla, pide protocolos de cuidados no quirúrgicos, acompañamiento psicológico y que se enumeren las DSD en la norma para que no queden dudas sobre su ámbito de aplicación
En lo que respecta a la Ley Trans y LGTBI+, la norma estatal que prohíbe las cirugías a menores intersexuales, Gregori la califica como “muy revisable”. “Hubo prisa en incluir la I, se hizo muy rápido y sin previa reflexión”, asegura. Entre los elementos que echa en falta en esa norma, que opina que para este ámbito debería haberse coordinado con el Ministerio de Sanidad, están la elaboración de protocolos de cuidados no quirúrgicos y acompañamiento psicológico a familias para resistir las presiones sociales de intervenir genitales de bebés. Sobre el régimen sancionador, Gregori declara que en los círculos de asociacionismo intersex donde se mueve no conocen casos de que se haya utilizado la ley para demandar. “Ya veremos cuando se use para denunciar irregularidades de qué manera se aplica”, dice la antropóloga.
Ahora, según la autora de Intersexualidades, el activismo intersex debe “visibilizarse y denunciar” las malas prácticas e invitar a una reflexión sin “el sensacionalismo y el morbo de las historias de cirugías que le gusta a los medios” para “poner la complejidad y la diversidad real sobre la mesa”. “Como sociedad, debemos dejar de exigir binarismo de orientación, identidad o características sexuales porque no es representativo de la diversidad”, añade Sara.