El 30 de junio se celebró en San José la acostumbrada Marcha del Orgullo por la diversidad LGTBIQ+. Año tras año, es un evento que aglutina familias de amplio espectro y muestra lo que son en un mundo cada vez menos justo, cada vez más desequilibrado, cada vez más duro con los otros.
Hablo del plano familiar, en el entendido de que el concepto de familia histórico, religioso y social ha experimentado rápidas transformaciones que hacen comprender su funcionamiento y aportación a la sociedad de distinta manera.
Hablo de una institución social que ha respondido en consecuencia a los desafíos que plantea el reconocimiento de esas otredades diversas como la principal matriz sobre la que se sustentan la convivencia y el contrato social.
Por eso, una acción afirmativa, reivindicativa, pacífica y colorida de esta naturaleza debe ser respaldada por la sociedad, empezando por las autoridades gubernamentales, que deben mostrar su altura planteando más bien estrategias para una mejor articulación e integración de estas poblaciones en la totalidad de las dimensiones de la vida democrática.
Unas horas antes de este encuentro, fue conocido el anuncio del gobierno en el que se confirmaba el despido de la ministra de Cultura y Juventud Nayuribe Guadamuz y del comisionado de inclusión social Ricardo Sossa Ortiz.
Los motivos de su cese se sustentan en la tramitación de una declaratoria de interés cultural para la marcha. El desconocimiento del presidente de la República sobre la existencia de la declaratoria fue el principal detonante para el despido de ambos funcionarios.
El ambiente institucional para la cultura en Costa Rica no ha sido el más feliz en los últimos años. Si un sector fue afectado de forma directa e intensa durante la pandemia, fue justamente el dedicado al arte y la cultura: el desempleo, la estrechez económica y la falta de espacios para el impulso de acciones de salvamento han sido la tónica que ha acompañado a quienes hacen del arte su forma de ganarse la vida, más allá de la expresión y la recreación como actividades estéticas que rescatan la esencia de la persona.
Por eso, no dejan de preocupar los mensajes oficiales que, argumentados según una aparente motivación específica, revelan el enfoque con que se entiende el papel social del arte y la cultural, y, lo más grave, cuán desinteresados siguen estando algunos por estas dimensiones para la transformación social del país.
Lamentablemente, esta preocupación no es solo nacional, y podría estar respondiendo a la conformación de una estrategia regional para llevar la actividad cultural a una de las épocas más oscuras que se recuerden.
En los últimos días, se conoció, con profunda inquietud, el desmantelamiento de oficinas completas en el Ministerio de Cultura de El Salvador. Cientos de trabajadores, muchos de ellos de amplia experiencia en su campo, fueron despedidos por una orden presidencial.
No deja de parecer curioso que la motivación de Nayib Bukele para emitir esta directriz sea justamente la “incompatibilidad de agendas”, a las que atribuye un enfoque de género contrario a los valores que impulsa su gobierno. No deja uno de pensar en que no hay casualidades a esta hora en la región centroamericana en materia social y cultural.
El arte y la cultura son actividades de transformación y recreación para la vida, vehículos movilizadores que podrían disputar a la violencia, la pobreza y la desintegración social la preponderancia que tienen en nuestras sociedades.
Esperemos que esta hora oscura que tiende a ser regional se torne pronto en un crisol de colores que permita a nuestras sociedades acompañarse y reconstruirse con un buen poema o una hermosa pintura. Aguardemos la sensatez y el buen tino, que buena falta nos hacen.
guillermo.acuna.gonzalez@una.cr
El autor es sociólogo, vicedecano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional (UNA).