En la magnífica Fiesta de las Ideas y la Cultura que ElDiario.es organizó el pasado fin de semana en Barcelona, uno de los debates giraba en torno al tema 'La verdad en la esfera pública', pero rápidamente la cosa giró hacia la inquietante pregunta “¿Se puede vivir sin verdad?”. Gracias al esfuerzo de Remedios Zafra, Santiago Alba Rico y Judit Carrera y a la capacidad de apuntar a los temas clave por parte de Neus Tomàs como moderadora, los que acudimos al evento salimos, por un lado, con más preguntas e inquietudes de las que entramos, pero también con la esperanza de que no todo esté irremediablemente perdido.
No puede extrañarnos que, en los tiempos que corren, la verdad esté pasando por malos momentos. La desinformación campa, sea por la falta de contrastación, sea porque simplemente lo que se afirma es mentira. Y ni la ciencia ni la historia salen bien libradas al respecto. Vemos cómo esa desinformación no es en absoluto circunstancial o anecdótica, sino que tiene formas y estructuras pensadas para lograr sus objetivos. Se trabaja para deslegitimar o erosionar la credibilidad de aquellas verdades o hechos que molestan, o se lanzan campañas que muestran conspiraciones cuando así interesa a alguien. Y todo ello se hace desde cualquier rincón. Sea desde las propias instituciones o desde medios pensados y financiados para ello, sea por la labor de todos con la frenética actividad que alimenta las redes sociales y que posibilita que cada quién pueda ser no solo consumidor sino también productor de falsedades y bulos.
No es que todo ello sea totalmente nuevo. La relación entre poder y mentira o entre medios de comunicación y manipulación no es ninguna novedad. Ha habido momentos de aceleración y de recrudecimiento de todo ello cuando cambios tecnológicos lo han permitido. La imprenta, la radio, la televisión… posibilitaron grandes saltos en el acceso a la información y al conocimiento, pero también permitieron ampliar los horizontes de la falsedad y la manipulación. La predisposición a alterar los hechos tiene una larga trayectoria. Lo que ahora vivimos es una aceleración sin precedentes, provocada por un mercado de las noticias ininterrumpido, con constantes reclamos de “última hora”, en un escenario en el que cuesta distinguir lo importante de lo estruendoso.
La democracia no puede argumentar que se sostiene en la verdad sin permitir que esa verdad sea discutida y contrastada (Foucault). Todo ello es bien conocido. Como lo es la necesidad de que la democracia cuente con una esfera pública potente (Habermas), capaz de lidiar con esas intoxicaciones, imprecisiones o sesgos a través del debate abierto que permita depurar y esclarecer. Lo que cada vez resulta más evidente es que hemos perdido buena parte de lo que nos permitía hablar de una “esfera pública común”. La evolución contemporánea del capitalismo global ha recrudecido los problemas de desigualdad, reduciendo las capacidades de amortiguación que se habían ido construyendo aquí y allá. La gente no comparte una misma salud, ni una misma comida, ni tampoco unas mismas formas de desplazarse, ni, en definitiva, una misma manera de vivir. Las distancias se agrandan y se pierden o se erosionan cada vez más los elementos en común. Hay cada vez menos espacios y experiencias ampliamente compartidas, y sin ello no es fácil esperar que se puedan construir y articular visiones comunes de la realidad.
Se ha ido perdiendo la distinción entre emisores y receptores de la información. La esfera pública se agranda al mismo tiempo que se fractura. Pero, a pesar de ello, la democracia necesita mantener la capacidad de fundamentar sus decisiones en las mejores certezas posibles. Necesita una base común, por limitada que sea, para poder discutir y decidir hacia donde vamos. Y ahora ello se hace cada vez más difícil ante la trepidante y frágil generación de información que crea, manipula y destruye el capitalismo de la atención en el que estamos inmersos. La esfera de la verdad es la gran víctima de todo ello. ¿Puede sobrevivir la democracia sin verdad, por frágil que esta sea?.
Necesitamos generar un equilibrio entre el escepticismo total y la imposibilidad de la verdad absoluta. Nada es definitivamente verdad, como nos ha enseñado la ciencia. Pero necesitamos creer en que algo es temporalmente sólido, aunque pongamos todos los matices que queramos. La democracia, en su funcionamiento, necesita acercarse a la mejor representación posible de la realidad en cada momento, ante cada decisión. La verdad como aspiración, manteniendo abierta la puerta a su cuestionamiento constante. No será fácil si no se consigue recuperar la credibilidad dañada de la democracia que por un lado proclama la igualdad como base de su funcionamiento y por el otro ampara la constante vulneración de esa aspiración. El fortalecimiento de una relación fructífera entre verdad y democracia empieza por reconocer que hay una cierta hipocresía entre lo que se proclama y lo que sucede. Una hipocresía que, como decía Santiago Alba Rico en Barcelona el pasado sábado, alimenta el discurso de la ultraderecha basado en el cinismo y la difuminación de lo que el conocimiento y la ciencia considera hoy como verdad factual.
Es importante que existan y se consoliden medios de información serios e independientes, que sean transparentes en lo referente a sus medios de financiación. Unos medios que respeten los hechos y que administren con rigor, exactitud y precisión la presentación de los mismos y el análisis de sus causas y posibles efectos. Pero, si no logramos al mismo tiempo, que se reduzca la distancia entre los que tienen y los que no, en las múltiples formas en que la desigualdad se manifiesta, la fragmentación de la esfera pública seguirá y aumentará. Alimentando la idea que hay una verdad que se construyen desde las instituciones, los expertos y los que dicen saber, y otra verdad, la de quiénes dicen hablar en nombre de las personas sin etiquetas, de los que padecen el día a día y tienen sus preocupaciones puestas en sobrevivir. Sin mejores cotas de igualdad, la batalla por la recuperación de una verdad compartida en democracia se hará cada vez más difícil.