Hay que alabar sin reservas la actuación del foso. Puccini, siempre atento al devenir de la música de su tiempo, quiso otorgar a la escritura una pátina de modernidad aplicando incluso procedimientos vecinos a los que a no tardar mucho desarrollaría Schoenberg en sus dos Sinfonías de cámara o Stravinski en su Petruchka y que se centran en ciertas audaces progresiones armónicas que adquieren o pueden adquirir valor de motivo conductor. En Butterfly hallamos un espectro armónico variadísimo que muestra los pasos dados por la acción y sus constantes altibajos. La batuta de Luisotti, siempre generosa y expresiva, dúctil y flexible, hábilmente pegada a las voces, que se enfrascan en singulares lirismos, supo en todo instante establecer la atmósfera, marcar los contrastes, subrayar los clímax y sostener sin fisuras el edificio musical sin tapar las líneas vocales.
La de la geisha protagonista estuvo en la garganta de Saioa Hernández, cada vez más dueña de sus medios de soprano lírico-spinto cuando no abiertamente spinto. La idónea para servir un papel tan caudaloso y de tintes al final abiertamente dramáticos. El timbre áureo, la homogeneidad, la emisión canónica, el fraseo claro y bien cincelado, el comportamiento escénico colocaron en un escalón bien alto su interpretación, que en los primeros actos hubiera sido completa con la aplicación de matices más delicados y un juego regulador más acabado. Lo que no hace perder valor a su actuación inaugurada en su número de salida con un magnífico Re bemol sobreagudo (que es optativo) en pianísimo.
Polenzani, a quien se le ha ensanchado la voz, que es ahora la de un lírico, se ha mostrado valiente y decidido, con frases amplias y agudos bien colocados y restallantes.
El timbre no es hermoso y la emisión cabrillea más de la cuenta y matiza regular. Fue cortejado por el seguro, ya que no exquisito, Sharpless de Meachem, de italiano mejorable. Suzuki tuvo una interpretación apasionada por parte de Beltrami, de vibrato excesivo. Destacamos el buen hacer de Atxalandabaso, tenor ligero habilísimo, excelente caricato, en un Goro definido aquí como un auténtico delincuente. A buen nivel el resto del reparto; como el del Coro (estupendo en el número a «bocca chiusa») y el de la flexible y atenta Orquesta.
La puesta en escena de Michieletto quiere convertir a toda costa la ópera en lo que el denomina «una tragedia contemporánea», para lo que descoyunta no poco las bases líricas sobre las que discurre la ópera. Traslada la acción a nuestros días (¡cómo no!) y nos ofrece una acción que discurre toda ella en una galería comercial de una ciudad oriental en donde resplandecen enormes anuncios luminosos. En el centro hay una construcción paralelepipédica transparente en la que se exhiben las prostitutas y que termina por ser la vivienda de Cio-Cio-San donde se desarrollan los acontecimientos y que recupera al final su primitiva naturaleza. El lirismo pucciniano es eliminado en favor de un acercamiento en el que todo está exacerbado en aras de una violencia infinita tratando de quitar acaramelamiento a una acción que no tiene que ser cursi y que alberga valores humanos. Pinkerton es un malvado depredador, un borracho.
Una secuencia de lirismo tan maravilloso como el dúo de amor del primer acto (y ya sabemos que el oficial de marina –que aquí no lo parece dado su atavío–, lo único que quiere es pasar una buena noche) es materialmente destrozada: las palabras amorosas resultan ridículas cuando el marino se agarra a la botella de whisky y la geisha canta su parte subida al tejadillo de la vivienda. A varios metros de distancia. El hijo de Butterfly –que tiene seis o siete años y no tres– está muy presente en toda la parte final, menos cuando se va a la escuela (¡), y el Intermedio orquestal del último acto es ocupado por sus amiguitos que lo zarandean y destruyen unos barquitos de papel. La ópera se cierra en esta versión con el esperado suicidio de Butterfly, que no se hace el hara-kiri sino que se pega un tiro. Hay otras singulares ideas, pero no más espacio. Parte del público abucheó a Michieletto.