Un torbellino sin fin me provoca una sensación de sobredosis de información sin espacio para la reflexión
No sé ustedes, pero me declaro completamente sobrepasado por un torbellino de información que me asalta sin cesar. Hablo no solo de libros, o referencia de ellos, artículos especializados, informes, reportes, pódcasts, notificaciones de seminarios, conferencias, sino también de alertas de noticias, memes, escritos de todo tipo, hasta, por supuesto, los inevitables tiktoks (incluso el de un tipo que —¡uf!— dice que el marxismo se apoderó de Costa Rica, pues triunfó en la guerra civil de 1948). Y eso que, por voluntad propia, no participo en las principales redes sociales y he reducido al mínimo la tele en la noche para no agregar angustia.
Ese torbellino sin fin me provoca una sensación de sobredosis de información, extrañamente acompañada por un ayuno de espacio para reflexión. Y es que, para reflexionar, hay que pausar, pero ¿cómo hacerlo cuando la vorágine me envuelve y, sutil o abiertamente, va moldeando mi mirada y pensamiento sobre el mundo? Y eso que, como individuo cualquiera, me llega una nanoparte de todo lo que se mueve en el ciberespacio, sin contar con lo que, por razones profesionales o por mera curiosidad, me pongo a buscar.
Procuro discernir lo que es manipulación obvia de lo que no y, especialmente, apartar la basura. Sin embargo, a veces pienso que ese esfuerzo por curar la información es inútil, pues mucha gente no lo hace, y yo me quedo corto. Y, cuando me pongo fundamental, pregunto: ¿es que realmente lo que pienso es mío, el producto de mis cavilaciones, o una consecuencia del diluvio de información que otros ponen a mi disposición, sean poderosas empresas por medio de sus opacos algoritmos, instituciones haciendo su trabajo o, más prosaicamente, amigos y conocidos que activamente propagan contenidos en las redes? En otras palabras, ¿es el libre albedrío, mi libre albedrío, una realidad o una ilusión?
Quisiera pensar que es real, pero a veces tengo muchas dudas; la pura verdad, es que ya no estoy seguro. Y esa falta de seguridad no me favorece en nada porque la democracia que creo y defiendo como ideal y práctica está predicada sobre la contraintuitiva premisa de que todos los seres humanos, independientemente de su condición social, tienen capacidad de agencia moral, es decir, de discernimiento autónomo para juzgar lo que es bueno para ellos. Pero si todos somos avatares en manos de poderosas fuerzas, entonces, ¿en qué terreno quedamos?
El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.
