El más reciente ciclo de erupciones del volcán Poás cesó. A finales de marzo pasado, durante la Semana Santa, la actividad alcanzó su punto máximo, pero con la llegada de las lluvias perdió todo vigor.
Geoffroy Avard, funcionario del Observatorio Vulcanológico y Sismológico de Costa Rica (Ovsicori), afirmó que la última erupción con cenizas del coloso ocurrió en abril y, desde entonces, no se ha visto más expulsión de materiales, salvo gases.
“Ya estamos entrando a la normalidad que conocemos del volcán. Eso no quiere decir que esté dormido, pero su actividad ya no es tan fuerte como en meses anteriores”, señaló.
Pese a ello, destacó que, al ser un macizo activo, el peligro de una erupción freática sin previo aviso es una posibilidad real.
El Poás, situado unos 45 kilómetros al noroeste de San José, tiene una altitud de 2.708 metros sobre el nivel del mar. Se caracteriza porque, en el último siglo, ha tenido actividad regular, a diferencia de otros colosos, como el Irazú y el Turrialba, que reposan por décadas luego de una actividad fuerte.
Ahora, los expertos del Ovsicori se enfocan en analizar la reciente secuencia eruptiva, de la que, según el vulcanólogo Avard, tienen mucho que aprender.
“Vimos piedras volar, explosiones energéticas, ceniza, borbollones, erupciones tipo géiser y muchas manifestaciones más”, detalló.
El experto comparó el presente ciclo con otro moderado que tuvo lugar en el 2019, meses después de que el parque nacional reabriera, luego de más de un año de cierre debido a las erupciones más fuertes que ha registrado en el presente siglo, ocurridas en la Semana Santa del 2017.
En esa ocasión, debido a la fuerza de las erupciones, desapareció el domo, una pared de 250.000 metros cúbicos con alturas de entre 30 y 40 metros y más de 50 metros de largo, formada luego de las erupciones de lava en 1953.
En el 2017, grandes bloques de ese muro cayeron en los alrededores del cráter y unas partes doblaron las barandas metálicas del mirador. Otras rocas dañaron tuberías, y algunas, más pequeñas, cayeron al techo de la casa de guardaparques.
Avard explicó que es necesario revisar y asociar los signos y registrar datos sobre gases, cenizas, sismicidad, acústica, deformación del macizo y otros, ya que a futuro eso es sumamente importante para estar mejor preparados ante actividades similares.
Por el momento, en el Poás todavía subyace alguna incandescencia como consecuencia de fumarolas fuera del agua, aunque cada vez son menos.
Actualmente, las dos bocas eruptivas tienen agua en la base. Aunque no es mucha, la recuperación del lago se incrementa poco a poco y ya tiene suficiente como para mermar la salida libre y efusiva de materiales observada en marzo y abril.
El nivel de agua irá subiendo y, con ello, cesará del todo la incandescencia o resplandor que aún se nota, principalmente de noche, en dos focos al sur del cráter.
Según Avard, la temperatura de las fumarolas es otro parámetro que refleja el declive de la actividad. Aunque es difícil medirla debido a la salida de gases, que reduce la visibilidad que requieren los drones de observación, se sabe que en las fumarolas incandescentes el calor ronda los 230 o 300 ºC, mientras que de otras no se tiene información, pero la temperatura es inferior.
Sobre las cenizas recolectadas de la reciente actividad, Avard comentó que tenían muy poco material juvenil, lo que evidencia poca presencia de magma. Afirmó que no se ha visto tendencia al aumento del material juvenil en los últimos ciclos eruptivos.
Con el uso de un dron se realizó una fotogrametría (medición del terreno) para futuras referencias. No obstante, aún no se conoce el punto más profundo, debido a los desniveles y partes cubiertas con ceniza y otros materiales frágiles.
Generalmente, el cráter presenta cambios luego de cada erupción, lo cual es llamativo para los visitantes que retornan al sitio.
La cantidad de agua en el cráter, a mediados de junio, todavía no es suficiente para frenar la salida de gas, por lo que la pluma se mantiene fuerte, pero cada vez será menos agresiva a medida que avance la estación lluviosa.
Parte de los gases muy irritantes, como el cloro y el flúor, quedan atrapados en el agua, lo que vuelve menos densa la columna que se torna blanca, por el mayor contenido de vapor de agua. Las recientes mediciones de gases y sismos también muestran estabilidad.
Por ahora, no existen reportes de afectación por lluvia ácida en cultivos, pastos, o en las estructuras del parque nacional; solo se nota en la vegetación cercana al cráter.
Pese a todo lo anterior, sí existe probabilidad de que, al recargarse con lluvia el sistema hidrotermal del volcán, ocurra una erupción, debido a la eventual interacción entre el agua fría y alguna burbuja de gas magmático en lo profundo del macizo, lo que causaría una súbita explosión que rompería las paredes internas y buscaría una salida rápida por los conductos hacia la superficie.
Salvo algunos cierres preventivos por presencia de niveles altos de gas en la zona del mirador o algunas erupciones efusivas, el coloso ha permanecido abierto a turistas nacionales y extranjeros casi de forma ininterrumpida desde que se reabrió, en agosto del 2018.
Los visitantes llegan cada vez con más frecuencia, atraídos por la experiencia de estar en un volcán activo, de fácil acceso, con una laguna volcánica cercana (Botos) y una vegetación muy variada.
El año pasado, la visitación superó los 332.000 turistas, de los cuales el 48% fueron no residentes.