Por veinticinco pesetas la respuesta, díganme nombres de jueces o fiscales españoles en activo, como por ejemplo Manuel García Castellón. Un, dos, tres, responda otra vez: Manuel García Castellón… Juan Carlos Peinado… Álvaro García Ortiz… Joaquín Aguirre… Vicente Ríos… Vicente Guilarte… Cándido Conde-Pumpido… Pablo Llarena… Manuel Marchena… Dolores Delgado… Javier Zaragoza… Almudena Lastra… Baltasar Garzón…
¡Tolón-tolón-tolón! “Con Baltasar te has equivocado, pues de la carrera judicial fue expulsado”.
Quizás no habrías pasado a la final en el “Un, dos, tres” judicial, pero seguro que te suenan casi todos los nombres del primer párrafo. La mayoría ha protagonizado noticias en las últimas semanas: García Castellón con el Tsunami que todavía colea, Peinado en su persecución a Begoña Gómez, el fiscal general García Ortiz en el caso del novio de Ayuso, Aguirre acusando a Puigdemont de traición, Ríos reabriendo la causa contra Mónica Oltra, Guilarte presidiendo en funciones el CGPJ, más los jueces y fiscales del procés, los del Supremo, los del Constitucional, la fiscal madrileña…
Mala cosa cuando en una democracia nos sabemos los nombres de más de tres jueces, y somos capaces de cantarlos como si fuesen una alineación de fútbol. Mala cosa cuando en una democracia los jueces protagonizan tantas páginas de periódico y minutos de telediario y tertulia una semana tras otra. El exceso de protagonismo viene de lejos ya, pues podríamos seguir dando nombres de históricos, como el aficionado que recuerda las alineaciones míticas: José Castro, Mercedes Ayala, Gómez Bermúdez, Pablo Ruz, Gómez de Liaño, Grande-Marlaska (sí, el ministro), llamados en su día “jueces estrella”. Pero en los últimos años, con el gobierno progresista, y muy especialmente desde las últimas elecciones y la ley de amnistía, una parte de la judicatura se ha tirado al barro político dispuesta a defender España, o su idea de España, sin que nadie se lo haya pedido (bueno, algunos sí pidieron que “el que pueda hacer que haga”).
Porque además el problema de la intromisión política de los jueces tiene un claro sesgo ideológico. Si seguimos la metáfora futbolera, podríamos cantar sus alineaciones según el color de su camiseta: a un lado el Atlético Jueces Conservadores, y al otro el FC Jueces Progresistas. Bueno, no exactamente: del equipo de magistrados conservadores nos sabemos hasta los suplentes, mientras que del progresista no juntamos de memoria ni para un equipo de fútbol playa.
Mala cosa cuando la ideología de los jueces es tan fácil de reconocer, y dos veces mala cuando además no representan la realidad social: el perfil mayoritario, muy mayoritario, es el juez conservador, cuando no directamente reaccionario. Solo hay que ver la representatividad de las asociaciones judiciales, con una mayoría de magistrados afiliados a las conservadoras; y la manera en que se reparten los puestos de responsabilidad cuando son ellos mismos los que eligen. Acuérdate del dato cada vez que oigas lo de “que los jueces elijan a los jueces”. Ya desde el origen, a través del proceso de oposición, la judicatura se va torciendo hacia el lado derecho, hasta lograr que “juez conservador” parezca un pleonasmo. Como la iglesia católica, en la que hay curas progres pero son pocos, ajenos a la jerarquía y suelen acabar mal.
Siempre que hay revuelo de togas me acuerdo de la inacabada y magnífica segunda novela de Luis Martín, Tiempo de destrucción. Si no la leíste, ya tienes lectura de vacaciones. El protagonista se prepara para juez, porque quiere “descubrir los fundamentos últimos de la complicidad”. Aspira como juez a romper ese “cemento social” de la complicidad, “para ver de qué modo el estupor de la complicidad rasgada modifica a los cómplices descubiertos”. Aunque sospecha que “quizás haya ciertas armaduras más rígidas contra las que la espada de la Ley quedará mellada”.
Nuestros jueces más activos han sacado la espada, no para romper ese cemento de complicidades, sino para combatir a quien lo amenace.