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La Guerra Civil pudo acabar en 1936: las diez negociaciones secretas de paz tras el golpe de Franco

Abc.es 
Hace cinco años, un grupo de supervivientes recordaban con todo detalle en ABC el día que se acabó la Guerra Civil española el 1 de abril de 1939. Una de las fechas, sin duda, más importantes de sus vidas, aunque la mayoría de ellos fueran entonces unos niños. Una de esas jornadas que se quedan grabadas en la memoria, tal y como ocurrió décadas después con tragedias como los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York, el 11-S de 2001, y contra los trenes de Atocha el 11-M de 2004. «Me acuerdo perfectamente, esas cosas se quedan grabadas para siempre. Ese día, a pesar de mi edad, era fácil sentir que estaba pasando algo muy importante. Tenía la sensación de que todo lo anterior hubiera sido un mal sueño», explicaba Carmen de Alvear, que entonces tenía siete años y se encontraba en Palma de Mallorca. Allí había huido con su madre y unas tías para salir del «infierno» que era la Península, tras un viacrucis por aquella España que se desangraba: de Cartagena a Murcia, después a Madrid, Marsella y Ceuta, hasta acabar, finalmente, en las islas Baleares, lo más lejos posible de las bombas. «El día que acabó la guerra estaba toda la familia alrededor de una radio de esas antiguas –continúa–, en una casita de campo que habíamos alquilado. De repente, todos empezaron a abrazarme, llorando y repitiendo lo felices que estaban. Yo me preguntaba por qué lloraban si estaban contentos». Se acuerda también de que «todo toda la familia se puso a comer picatostes, como algo excepcional, para celebrarlo». La expresión de su madre, que no pudo contener las lágrimas, era especialmente emocionante. Se le estaba pasando por la cabeza el día en que le comunicaron que su marido había sido asesinado y el año que estuvo pensando que estaba muerto, hasta que se enteró de que, en realidad, no lo estaba. Pronto volvería a casa. Pocos minutos antes, exactamente a las 10.30 de la mañana, había sonado la voz del actor Fernando Fernández de Córdoba, a través de la radio, al leer el último parte de guerra con el típico engolamiento y una emoción poco habitual: «En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. Burgos, primero de abril de 1939, año de la victoria. El generalísimo Franco». Se ha escrito mucho sobre aquel momento histórico que puso fin a una guerra fratricida que dejó medio millón de muertos y otro medio millón de desplazados. Sin embargo, poco se ha escrito sobre las propuestas para negociar la paz que hubo sobre la mesa de algunas potencias extranjeras, en primer lugar, y de ambos bandos, en segundo, desde el mismo golpe de Estado. El conflicto, efectivamente, puso acabar en el mismo verano de 1936 mediante la negociación y no por las armas y podría haber evitado un montón de cadáveres y tragedias. En su artículo 'Planes internacionales de mediación durante la Guerra Civil' (2006), el director de la Unidad de Investigación sobre Seguridad y Cooperación (Unisci), Antonio Marquina, recoge la primera oportunidad, que surgió del ministro uruguayo de Asuntos Exteriores en agosto de 1938. Este solicitó las opiniones de los Gobiernos americanos con respecto a una mediación conjunta para lograr el fin de las hostilidades. En el caso de llegar a un acuerdo, se lo comunicarían primero al «Gobierno legal republicano» y, tras el visto bueno de este, se trasladaría a los franquistas para que comenzaran las conversaciones. La cosa no fue a más, porque Argentina, Brasil, México, Panamá y Estados Unidos consideraron el momento inoportuno y Chile, Cuba y Perú aceptaron, pero con muchas reservas. A principios de diciembre de 1936, otra iniciativa surgida del Gobierno francés, y entregada al británico, proponía un acercamiento a los Gobiernos de la URSS, Alemania, Italia y Portugal para tratar mediar entre los dos bandos «en cuanto se presentara un momento favorable». Esta propuesta tuvo mayor recorrido. Creían que, como la guerra no iba bien para Franco en aquellos primeros compases, Hitler y Mussolini podrían ver con agrado que la guerra se acabara. Si fracasaban, por lo menos «produciría una atmósfera de tranquilidad que dejaría a ambos bandos con la esperanza de una posible intervención posterior», aseguraba Marquina. En el documento redactado quedaba claro que «la participación de estas potencias implicaba subordinar cualquier decisión política al interés supremo de la paz, su renuncia a cualquier acción que pudiera conducir a una intervención armada extranjera, el alivio de las condiciones lamentables existentes en España y la finalización del conflicto mediante un plebiscito en el que la nación española expresase unitariamente su deseo nacional». El único inconveniente a esta propuesta lo puso el ministro de Asuntos Exteriores inglés, Anthony Eden, quien creía que era necesario contar con Estados Unidos para que tuviera éxito. La URSS la aprobó y Alemania e Italia se comprometieron a estudiarla, aunque tuvieran dudas. Esta se quedó en el aire, pero en las siguientes semanas aparecieron nuevas propuestas. Francia, por ejemplo, sugirió intentar negociar el cese general de las hostilidades mediante el acuerdo de los dos bandos de celebrar unas nuevas elecciones generales. Gran Bretaña añadió otra posibilidad: una división de España de acuerdo con el statu quo, tratando de explorar y conseguir un Gobierno de línea media que gobernase con apoyo militar extranjero. También se planteó la posibilidad de conseguir un armisticio por un tiempo limitado en el sector de Madrid, con el objetivo de evacuar a la población civil de la capital. Una idea que ya había solicitado Franco y que daría un margen a ambos bandos y a las potencias internacionales implicadas a pensar una nueva salida más eficaz. Esta proposición estaba en línea, también, con las propuestas hechas por el ministro de Justicia republicano, Salvador Madariaga, que sostenía que la mediación política debía llegar después de una mediación humanitaria. La idea final era que este armisticio parcial se extendiera después a otros sectores del frente y, finalmente, a todo el país, con las Navidades de por medio. Sin embargo, una cosa era lo que pensasen las potencias extranjeras y otra lo que los dos bandos estuvieran dispuestos a realizar. Eso era lo más complicado. De ahí que pronto empezaron a surgir dudas alrededor del supuesto referéndum a los españoles y de las otras iniciativas. Y mientras, las bombas caían, los muertos aumentaban y comenzaban a llegar a la península los primeros contingentes extranjeros en apoyo de cada uno de los bandos. A mediados de abril de 1937, Winston Churchill puso sobre el tablero otro plan de mediación, el séptimo, que incidía en la formación de un Gobierno de moderados en España. El entonces parlamentario británico y futuro primer ministro era consciente de que ninguno de los bandos consideraría buena la propuesta, pero pensaba que quizás la postura de las potencias extranjeras no sería tan divergente. Gran Bretaña llegó a dar su visto bueno a la Unión Soviética para que se llevase a cabo una purga de los anarquistas, pues creía que eran el principal obstáculo para esta mediación y para que se llevara a cabo cualquier acción humanitaria posterior. El ministro de Asuntos Exteriores británico ordenó entonces a sus embajadores que sondearan la opinión de los Gobiernos de París, Berlín, Roma y Moscú sobre su apoyo a esta iniciativa que buscaba un armisticio temporal para que pudiera prepararse una retirada de los voluntarios extranjeros. El Vaticano, por mediación del Papa Pío XI, incluso accedió a intervenir en la operación, pero las respuestas de todas esas potencias fueron negativas, empeñadas como estaban ahora en apoyar el combate en España. «En el caso de una guerra civil internacionalizada como la española, el problema es más difícil, pues hay que contar con los países que ayudan a los contendientes. Si no existe voluntad para arreglar el conflicto, porque resulta más ventajoso que este continúe en base a otros intereses y a pesar de gastos y pérdidas, la mediación es totalmente inútil», explicaba en su artículo el director Unisci. A comienzos de 1938, tras el ataque victorioso republicano en Teruel, el ministro francés Leon Blum manifestó al embajador británico en París que el conflicto español terminaría en tablas y que, por lo tanto, Gran Bretaña y Francia deberían estar dispuestas a ejercer una mediación antes de la primavera. Era el octavo intento de acabar con la guerra por medio de la palabra. Acordaron que la iniciativa debía ser exclusiva del Gobierno inglés. Ni Alemania, ni Italia, ni Rusia podían participar, dados sus compromisos con los bandos contendientes y su interés en que la guerra continuase. Esta vez fueron los franquistas y los republicanos, tras las pertinentes consultas en Salamanca y Barcelona, quienes declinaron la propuesta. Ambos subrayaron que, aunque sabían que el pueblo estaba exhausto, ninguno de los Gobiernos tenía la más mínima confianza en el otro. En julio de 1938, el Gobierno británico volvió a estudiar la posibilidad de hacer un llamamiento a ambas partes, esta vez por razones humanitarias, cristianas y pacíficas, pero no llegó a ninguna conclusión en los que habría sido el noveno intento de buscar la paz. El descontento dentro de la zona nacional y la situación de la Falange parecían avalar aquel procedimiento. Manuel Azaña incluso pronunció un discurso conciliador, refiriéndose al honor español y terminando con las palabras «piedad y perdón». Pero Franco se mostró inflexible, pues la guerra parecía ya la crónica de una muerte anunciada. Durante años se ha dado por hecho que el dictador quiso alargar la guerra , pero nunca se ha explicado realmente por qué no pudo terminarla antes. Alemania e Italia saboteaban ya cualquier intento de Gran Bretaña de mediar en favor de la paz. La Unión Soviética también parecía interesada a estas alturas en alargar el conflicto, como quedó patente en los continuos obstáculos que puso al Comité de No Intervención y con la propuesta que hizo a mediados de 1938 de suministrar más material de guerra para acabar con los soldados italianos sin gasto para Francia, mientras que Italia perdía dinero y hombres. Desde la última fase de la batalla del Ebro en noviembre de 1938, se conocen otras vías para terminar con la guerra que estuvieron sobre las mesas de las autoridades republicanas y franquistas. Todas mediante la negociación. La primera fue la del entonces presidente de la República, Juan Negrín, que era apoyada por el Partido Comunista de España (PCE) y un sector de los socialistas. Fue plasmada en un documento que contenía 13 puntos y en los que dejaba abierta la posibilidad a una mediación internacional, pero con el objetivo oculto de ganar tiempo hasta que estallara la Segunda Guerra Mundial. Era una forma de resistencia en espera de más ayuda, la misma resistencia que había mostrado Negrín desde que se hizo con el Gobierno republicano con el respaldo del PCE. Había que ganar la guerra, aunque la vida les fuera en ello, pero tenían el inconveniente de la oposición que se había creado dentro de su propio bando –representada por la mayor parte de los mandos militares, incluidos los generales Rojo y Miaja– yde que sus líderes habían abandonado ya España ante la inminente derrota. La segunda postura fue presentada por el Consejo de Defensa, ese organismo que asumió el papel de gobierno provisional en lo que quedaba de la República tras el golpe militar del coronel Casado contra Negrín. Presidido por el general Miaja y apoyado políticamente por la colación socialista y anarquista, esta se basaba en el cansancio acumulado de los más de 30 meses de conflicto. Fue bautizada como «la paz honrosa» y buscaba terminar con el conflicto a cambio de una serie de garantías sobre la vida de los combatientes y la población civil. Una medida ingenua si tenemos en cuenta que jamás lograron una garantía de Franco por escrito. Finalmente, en la primavera de 1939, el futuro dictador ya solo dejo abierta la puerta a una posibilidad: la rendición incondicional de la República.

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