El primer día de rebajas en unos grandes almacenes se produce un altercado entre dos clientes. El guardia de seguridad del establecimiento (Luis Bermejo) conduce a uno de los dos implicados (Javier Gutiérrez) hasta un extraño cuartucho para aclarar lo sucedido. Este es el argumento de la brillante comedia negra que Juan Cavestany estrenó hace doce años, con el título de «El traje», y que ahora ha vuelto a llevar a las tablas contando con los mismos actores de entonces. Parece ser que fueron precisamente ellos, deseosos de estar una vez más juntos en escena, quienes convencieron al dramaturgo y director de volver a montarla. Ciertamente, no me extraña, y creo que tampoco podrá extrañarle a nadie que vea la función, que disfruten tanto el uno con el otro, porque lo que hacen aquí, más que dar una lección, es celebrar una magnífica y divertidísima fiesta de la interpretación. No creo que haya otros dos actores tan grandes y tan bien dotados para la comedia que pudieran llegar donde ellos llegan, realimentándose mutuamente en su interacción, como hacen, desde que empieza el espectáculo hasta que termina. Es una verdadera paliza física y anímica la que se meten en el escenario, creando algunas escenas y situaciones memorables, como por ejemplo la del tiovivo. Pero su trabajo no resultaría tan brillante si la obra no fuese buena en sí misma; y desde luego que «El traje» lo es. Bajo el envoltorio de puro disparate en el que se va desarrollando la trama, cualquiera podrá descubrir un inteligente, melancólico y certero retrato de una sociedad deshumanizada en la que la sobrestimulación, la urgencia, la búsqueda permanente de nuevas metas y la persecución del éxito –sea este de la clase que sea- han llevado al individuo a la más pavorosa soledad y alienación. Es una obra que puede recordar en algunos códigos, y también en su clima asfixiante, al teatro de Harold Pinter; sin embargo, Pinter suele resultar bastante pelmazo y repetitivo, se ponga la gente de estupenda con él como se ponga. Aquí, por el contrario, todo fluye a velocidad de vértigo, con un humor que estalla en la cara del espectador como un bofetón y con un trasfondo que se puede entender sin necesidad de leer ninguna tesis doctoral sobre el autor. De hecho, no hace falta siquiera saber quién es para disfrutar de la función; y eso es lo que define toda verdadera obra de arte.