Acunado por un calambre evocado del olor a brea de su Vilavella natal y la forma extraña de un sueño recurrente en el que siempre llega tarde a su propio pelotón de fusilamiento, Manuel Vicent nos recibe con ojos mansos y la vitalidad marinera de quien todavía encuentra la fe en el gintonic que saborea a media tarde o en la caída dilatada de un sol que se esconde de un tiempo que se ya se consumió. Lleva cartografiada en la piel la certeza de que la vida le gusta, que la comida es sagrada, que el verano le pertenece. "Me enamoré por primera vez con ‘‘Mira que eres linda’’, de Machín", confiesa lúdico. Ahora ha escrito un libro, otro más, cargado de belleza y memoria en el que condensa todos sus recuerdos y los despliega con esa acostumbrada narrativa que parece nacida de una caja de zapatos.
¿A qué huele la infancia de alguien que tiene la memoria ordenada?
La infancia yo me imagino que huele a lo que uno come. A unas harinas, a unas papillas, a potito bledine. Pero puestos a hacer literatura, la mía huele a azahar. Nací en un pueblo que estaba rodeado de naranjos y de noche, con el sueño, todo olía a azahar. A eso huele mi infancia. Y a los primeros amores. Para los que hemos nacido en el campo también huele a animales, a frutas distintas, huele a pan (en aquel momento pan negro). Y también como yo con pocos meses estaba en el mar pues supongo que mis cincos sentidos están penetrados con olor a alga, a brea de las barcas varadas en la arena, a salitre, a reflejos de sol, a una arena requemada y caliente que te quema la piel.
¿Ha inventado Vicent el concepto de lo mediterráneo?
(Risas). Lo mediterráneo para mí siempre ha sido un territorio literario. El Mediterráneo tiene una cosa curiosa y es que mientras estás allí, no es el Mediterráneo. Es un mar que tiene hay olas, te bañas, atraviesas las olas, si eres valiente, navegas, una prolongación del paisaje de tu vida, de tu niñez y adolescencia. Eso es un mar y todos los mares son el mismo al final. Ahora, lo mediterráneo ya es una categoría y esa categoría solo la descubres cuando la pierdes. Yo descubrí el Mediterráneo cuando lo perdí, cuando me vine a Madrid. Un día, sin saber por qué, piensas en aquel mar que fue parte de tus sensaciones y a eso le llamas Mediterráneo, a eso le llamas una época de tu vida juvenil, llamas a eso felicidad, llamas a eso placeres de comida, de amigos, de sobremesa, de canciones. Solo lo recuperas a través de un sueño.
Un sueño que imagino que tiene mucho que ver con la reconstrucción obligada de recuerdos que supone como en este caso, escribir un libro autobiográfico. ¿Este ejercicio de arqueología emocional le ha procurado más felicidad por lo rememorado que nostalgia por lo no vivido?
Sí, nostalgia, pero te diría que la nostalgia no es muy literaria, ¿sabes? O te conviertes en el viejo que cuentas batallitas, que es un poco deleznable eso o piensas que ahora estás mal y por tanto entonces estabas muy bien y lo miras con tristeza, cosa que es falsa. Sobre todo en mi caso, después de vivir una dictadura y rodeado (aunque no fue mi caso) de hambre, miseria o injusticia a tu alrededor… si ahora volvieras a aquello por una cuestión de nostalgia no lo podrías soportar. La nostalgia embellece, romantiza, falsifica. Por eso yo prefiero la melancolía, que es una nostalgia hacia delante. Es decir, el tiempo pasa, queda poco, hay una necesidad de aprovecharlo, una utilidad marginal que tienes como si fuera un bien que se acaba y, por lo tanto, proyectas en mucha pasión sobre ese tiempo que te queda. Eso sí que es literario.
Mencionabas antes el hambre hablando de la dictadura y en el libro rememoras precisamente esa cuerda de mendigos que llamaban en fila a la puerta de tu casa pidiendo limosna o un trozo de pan que poder llevarse a la boca. No llegó a pasar hambre, pero sí vio a gente que la sufrió.
Sí, sí, sin duda los vi. Esa cuerda de mendigos venía a partir de las 11, por la mañana, no por la tarde. Entre ellos se lo decían, se corría la voz y por la fachada o por la puerta, presentían que ahí iban a encontrar limosna. Yo era muy niño entonces. Algunos llamaban con voz dolorida, otros con voz alegre, otros cantaban, otros lloraban, otros tenían una dignidad increíble. Me fijaba mucho en esas caras, en la gran dignidad de esas caras. Entonces mi madre siempre me decía «venga Manuel, sal a hacer caridad o a darle alguna moneda o un trozo de pan». Muchos años después, hablando con un amigo ya mayor me decía: «tú no sabes lo que era llegar a la noche, abrir la lacena y que no hubiera nada para cenar, nada para desayunar, nada». Si te digo que yo me daba cuenta de hasta dónde llegaba esa miseria mentiría, pero percibía que la gente lo estaba pasando muy mal.
¿Con qué ojos ve ahora el horizonte político alguien que vivió una dictadura y que militó en el antifranquismo con convencimiento de causa?
Llegué al antifranquismo por una cuestión de antiestética si te soy sincero. Aquel señor que salía en el NODO me parecía espantoso. Escribía en el borde de Hermano Lobo, en Madrid, en Triunfo. Esa era mi frontera, ahí era donde yo creí que debía luchar. Sigo siendo un progre socialdemócrata. No he cambiado de bando porque nunca lo tuve. Los políticos ahora no tienen educación. Me gustaría que la derecha fuera solvente, inteligente, pactista no una derecha hueca y frentista como la que hay ahora y la izquierda es directamente una jaula de grillos que poco me interesa.
¿Hay algo que en este momento le produzca más vértigo que la muerte?
Morir mal, largo y con dolor. Molestar a la gente que está a mi alrededor. Pero la muerte no me asusta, al contrario. La veo como una bahía azul donde todo se perderá en la nada.