«Ha vuelto a escribir una carta», dijo el padre Joseph Leonard, un viejo irlandés católico al que las bombas de la Gran Guerra habían dejado prácticamente sordo. A sus 86 años el cuerpo ya no le respondía. El Vaticano le concedió un permiso para decir misa sentado. Así pasaba el día, hablando con los parroquianos de Dublín y entre papeles. Esta vez tenía en las manos una carta, una más, de Jacqueline Kennedy. Con esta, sumaban treinta y tres. Era 1964, catorce años recibiendo sus confesiones y miedos. Antes de abrirla sabía lo que iba a leer. No hacía ni unos meses que habían asesinado a JFK en Dallas.
Leonard leyó la carta dos veces. «Hubiese preferido perder mi vida que perder a Jack», decía Jacqueline. El sacerdote recordó entonces las imágenes del asesinato. El paso de la comitiva. El impacto de la bala. Jackie, con su traje rosa, subiendo al maletero. La detención de Lee Harvey Oswald y los tiros a quemarropa que acabaron con su vida dos días después. «Fue terrible –pensó el sacerdote–. Lo que ha debido sufrir esa mujer». Había conocido a Jacqueline en 1950 por recomendación de su padrastro, Hugh Auchincloss Jr., cuando ella visitó Dublín. No sabía por qué, pero Jackie le tomó cariño enseguida y comenzó a escribirle cartas. Era como una confesión a distancia, epistolar, sin vergüenza. En 1952 le contó que era novia de John Husted, un broker, pero que había conocido a un congresista de 35 años cuyas iniciales eran JFK. El cura, con sus gafas para leer entre líneas, había entendido que el atractivo del político del Partido Demócrata era tan poderoso que difícilmente Jackie podría esquivarlo. Pronto, en otra carta, confesó que se habían enamorado, pero que tenía miedo. Había visto en JFK a un hombre con una ambición sin límites, aunque inseguro. Le recordaba a su padre, decía Jackie. «Una vez casado necesita prueba de que sigue siendo atractivo –escribió–, así que coquetea con otras mujeres y me duele». Este tipo de cosas, recordaba la joven, estuvieron «cerca de matar a mi madre».
La boda se celebró el 12 de septiembre de 1953. Ella no dejó de mandar cartas a su amigo irlandés contando sus pensamientos. Estaba algo desconcertada porque JFK no hablaba de sí mismo. El político prefería preguntar a los demás por su vida con aparente interés. Pero ella sabía lo que había detrás. «Es como Macbeth», escribió al sacerdote, un tipo obsesionado con el poder político y las conquistas femeninas. Le gustaba sentirse deseado. Mientras, ella aguantaba. «Quizá estoy un poco deslumbrada –confesaba en 1953–, y me imagino a mí misma en un mundo brillante lleno de cabezas coronadas y hombres del destino, y no como una simple ama de casa un poco triste». Todo era un enorme artificio, un castillo de cartón piedra lleno de gente con sonrisas falsas que brindaban una amistad interesada. «Puede parecer muy glamuroso desde fuera, pero si estás en él –leía el sacerdote–, y te sientes sola, puede ser un infierno».
[[H2:«Liberarme del peso»]]
Era algo más que una mujer florero. Quería consejo, y quién mejor que un sacerdote irlandés que vivía al otro lado del charco. JFK y ella le visitaron en 1955. Jackie quería que viera en persona a su marido. Así podría guiarla mejor. «Me hace tan bien escribir y liberarme de peso, porque sino no se lo diría a nadie», confesó al padre Leonard. Su entorno no le gustaba. Se lo había dicho a JFK, y él se lo había explicado. Ahora, decía, tenía «increíbles conocimientos sobre los políticos, que en realidad son una raza aparte». Pero él también lo era. Las conquistas la mataban, o casi, como a su madre. El padre Leonard extendió de nuevo esta última carta. Era muy dura. Jackie confesaba que necesitaba creer que Dios existía. El amor de su vida se había ido para siempre. «Tengo que pensar que hay un Dios o no tengo ninguna esperanza de encontrar a Jack de nuevo», escribió la viuda. La desesperanza estaba en cada palabra. Las frases eran un llanto, un dolor sin medida. «Estoy amargada en mi relación con Dios», decía ella, porque no tenía sentido que hubiera permitido que le arrebataran a Jack. Si algún día iba al cielo se sentaría delante del Creador y sería entonces cuando «Dios tendrá que explicarme un par de cosas». El sacerdote dobló la carta y cerró los ojos. Estaba cansado.
(Las cartas de Jacqueline Kennedy fueron descubiertas en 2014. La subasta fue suspendida a petición de la familia Kennedy para preservar la intimidad de JFK y Jackie).