La emergencia tropezó finalmente, como era previsible, con los límites de la legalidad. El anuncio del Presidente Javier Milei de que no está dispuesto a tolerar que el Congreso condicione el avance de su política de shock antiinflacionario con decisiones que pongan en riesgo el equilibrio fiscal, agregó un poderoso factor de incertidumbre al esquema institucional de las reformas.
El anuncio presidencial de que "vetará cualquier ley que atente contra el equilibrio fiscal de la República Argentina" inaugura en efecto una interpretación de las facultades de emergencia del Ejecutivo que trasciende las interpretaciones hasta ahora más avanzadas del régimen constitucional de la legislación delegada.
Gran parte de la visión tradicional de los economistas acerca de la política y la sociedad ha reposado, desde siempre, sobre la presuposición básica de que más allá de los componentes de discrecionalidad impuestos por la emergencia, el sistema político se apoya sobre la creencia común en la validez de una infraestructura jurídica e institucional subyacente, capaz de garantizar, en el extremo, una función de arbitraje neutral.
Este es precisamente el dato que nadie puede seguir dando por supuesto. Cualquiera sea el sentido de las decisiones colectivas, el Presidente reclama para sí un poder y una soberanía suprema que no está dispuesto a compartir ni poner en riesgo. De allí, no sólo la reacción inmediata de los mercados más sensibles. Es que esa común aceptación de dicha infraestructura institucional por parte de todos los actores políticos, económicos y sociales ha dejado de ser un dato que pueda darse por supuesto. El país ha vuelto a vivir en los extremos de la emergencia y a experimentar las angustias de la incertidumbre y la desconfianza hacia el futuro.
De allí también la súbita declinación de los indicadores de confianza institucional y su repercusión sobre el propio Gobierno, medida tanto a través del descenso en la evaluación de desempeño presidencial -cercana a los diez puntos- como por el desencadenamiento de diversos focos reveladores del agotamiento de algunos de los equipos de gobierno.
Si bien puede todavía afirmarse que la fuerza innovadora de la propuesta presidencial conserva lo más sustancial de su impulso originario, lo cierto es que sus iniciativas generan dudas cada vez más inquietantes. La declaración de que disfruta con la función de topo que viene a destruir desde adentro al Estado bien puede malinterpretarse, con efectos devastadores sobre los niveles de confianza necesarios para el logro de objetivos muy ambiciosos como los hasta ahora prometidos. La derrota parlamentaria a propósito de la actualización del régimen de jubilaciones revela algo más que la debilidad de los apoyos institucionales del oficialismo. Expone también, la fractura expuesta que lo paraliza y le resta energías indispensables para la compleja agenda de transformaciones anunciada.
La erosión de la confianza de los ciudadanos en sus dirigentes y en las instituciones, escribe P. Rosanvallon, es el gran problema político de nuestro tiempo. De allí que sea también uno de los fenómenos más complejos y difíciles de administrar en gobiernos políticamente tan débiles como el de Milei. Basta que las dificultades superen las premisas de la estrategia oficial en el Congreso, para que el efecto dominó se extienda por toda la estructura del poder a través de explosiones y episodios de ruptura interna que sólo se saldan con la pérdida de eslabones clave en la cadena de gestión.
Los problemas se han multiplicado y diversificado, al tiempo que las respuestas se hacen esperar. La erosión del capital social, la crisis de los partidos tanto en el Gobierno como en la oposición, la reanudación de conflictos personales y la ausencia de reglas y árbitros generan un cuadro cada vez menos optimista sobre la calidad futura de las respuestas del Gobierno a una agenda que, con el tiempo, tiende a hacerse inmanejable. Sobre todo, si objetivos prioritarios como las reformas laborales, educativas, sanitarias y de protección social pasan a un segundo plano, desplazadas por un énfasis unilateral en los objetivos de los sectores financieros.
Como todo gobierno inexperto, que trata de romper poderosas inercias tradicionales, el Gobierno requiere de sus instituciones un enfoque estratégico. El problema es simple: cuando un gobierno -o una institución- logra proyectar hacia la sociedad la idea de que sus movimientos se orientan en función de una misión, una visión, un cuerpo de objetivos y metas, un cálculo responsable de recursos y mecanismos objetivos de evaluación de sus resultados, la sociedad suele acompañar sin medir sacrificios, aun cuando los resultados y beneficios concretos tarden en ser evidentes para la mayoría de los ciudadanos. A la inversa, si el gobierno o la institución en cuestión no logra proyectar hacia la sociedad el sentido estratégico que la inspira, los mejores resultados se pierden ante el escepticismo de una sociedad cautelosa y reactiva.
Se impone una reconstrucción de la confianza y ello supone, ante todo, una visión compartida con el resto de la sociedad. En las democracias actuales, no hay ya lugar para líderes providenciales. Sólo hay carismas situacionales, relativos y siempre dependientes de su capacidad para resolver los problemas.
En este contexto, cada vez más abierto y complejo, la idea de ‘capital social' adquiere toda su importancia. El capital social de una sociedad es la reserva de valores, principios, reglas, procedimientos, experiencias ejemplares sobre los que se funda la confianza de una sociedad. El nivel de capital social define la capacidad de su sistema institucional para generar confianza social.
No es algo que se pueda improvisar, imponer ni vender o improvisar desde las instituciones. Es una reserva de la cual se dispone o no se dispone. No es un producto de las políticas institucionales. Es más bien un proceso, un cultivo paciente, gradual, cuidadoso y sobre todo respetuoso de las capacidades, destrezas y posibilidades de una sociedad para construir su propio futuro.