En un desfile de castillos, el de Ponferrada (León) portaría el estandarte de la solidez y la gracia. De día es como un faro de piedra que guía a todos hasta sus faldas y, de madrugada, una postal romántica pintada por la luna. Durante la noche templaria, los caballeros medievales vuelven a entregar a la ciudad el Arca de la Alianza y el Santo Grial y sellan un compromiso de fidelidad hasta el fin de los tiempos.
De hierro le viene el nombre. El Pons ferrata que el obispo Osmundo mandó construir en el siglo XI para salvar las aguas del río Sil bautizó a la capital del Bierzo como Ponferrada. Aquí dejaron su huella romanos y visigodos, aquí los peregrinos cruzaron su puente de camino a Santiago de Compostela. En 1178 el rey Fernando II la dio en encomienda a los monjes guerreros, que, lentos pero seguros, levantaron un castillo sobre los restos de antiguas fortalezas. Fue su hogar hasta la disolución de la orden en 1312, si bien durante el siglo XIII no faltaron las disputas por su control con otras órdenes, así la de San Juan, que entonces apoyaba a Alfonso IX de León. Claro que el castillo que hoy nos pasma no ha llegado íntegro hasta nuestros días.
Lo que vemos es también fruto de la cirugía del tiempo, con sus numerosas rehabilitaciones y ampliaciones. Pero el espíritu es el mismo y, cuando se acerca la fiesta templaria, naturales y foráneos invocan a sus antiguos residentes, que lucen por las calles la cruz paté sobre el manto de su uniforme. Es una cita ineludible, una muesca que retrasa los calendarios a los siglos medievales y nos trae el eco de los canteros que fortificaron la villa y las cuitas de aquel maestre provincial, Rodrigo Yáñez, que asistió al fin de los sueños templarios y quiso condurarlo por todos los medios.
Pero, veamos, ¿en qué consiste esta ceremonia de hachones y fuegos artificiales, ofrendas y campamentos, buen vino y mejor yantar? Fue en el año 2000 cuando Ponferrada puso en valor su pasado templario mediante un desfile que ha granado en una de las tradiciones más populares y frescas del período estival. Un año después se constituyó la Asociación de Amigos de la Noche Templaria, presidida en la actualidad por Simón Pedro Pérez Martínez, que ha amarrado la fiesta al noray de la capital berciana. Entre sus funciones, no es menor la promoción de las costumbres medievales, y en esa tarea el fomento de la Noche Templaria absorbe gran parte de sus desvelos. Pero dejemos a un lado la envoltura institucional y empapémonos ya de la fiesta.
Todo empieza en 1178, cuando fray Guido de Garda, maestre de los Caballeros Templarios, asume la encomienda de Fernando II y se arroga la protección de los peregrinos que cruzan Castilla en pos del consuelo de la tumba del apóstol. El magister sella con la ciudad un pacto de amistad eterna, a prueba de traiciones, y le entrega la custodia del Arca de la Alianza y el Santo Grial recuperados en Tierra Santa. Las fuentes nos chivan que la bailía recae en frey Elías –primer comendador la villa, por tanto–, solapado en esta fiesta por el prestigio de Guido de Garda, quien ordena a sus nuevos caballeros a golpe de latinajo: “Non nobis domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam”, dice.
Es la primera de las noches templarias. En el verano tierno de Ponferrada, los espectadores asisten en el patio del Castillo a este solemne ritual, que consagra cada año a cincuenta nuevos caballeros. Se trata de una fiesta abierta a todo el mundo, que asienta en los ojos imágenes tan inolvidables como la de los padrinos escoltando a sus “ahijados” hasta la altura del maestre o la inclinación de los elegidos –hombres y mujeres indistintamente– para recibir el golpe de espada que los alistará en el sello de los soldados de Cristo. Luego llega la hora del desfile. Los caballeros ponen rumbo a la plaza de la Encina y homenajean al caballero de bronce, junto a las puertas de la basílica que guarda la imagen de la patrona. El corazón vuelve a encogerse con esta estampa: un caballero de piedra y los oferentes de carne y hueso que lo rodean y parecen recibir de sus labios los secretos de la perdida edad. Como en tantos sitios de España, hay una historia que se escribe en los libros y otra en las plazas. Ambas están vivas y ambas son necesarias, porque vinculan a las gentes con su pasado y desentierran sus raíces. Las luces artificiales no bastan para devolvernos al presente.
La magia consiste en aceptarla tal cual es, y, así, tras esta ofrenda seguimos en la plaza y gozamos de la música y el baile hasta que el sueño nos lleva de la mano a la cama.
Se podría escribir en plural, la Noche Templaria, porque en realidad son cuatro. Tras la inauguración del jueves, prosiguen el viernes los festejos con la apertura del mercado medieval, la degustación de exquisiteces en los puestos y las jornadas gastronómicas en los restaurantes adscritos al programa, cada vez más. Durante el día, la cerveza de importación y el vino de la tierra corren generosos y abundan las carnes; al anochecer, una cena de gala, con música y juegos para mayores y pequeños, atrae a los bercianos al castillo, plató de un gigantesco baile de disfraces medievales donde la historia, más viva que nunca, estimula los cinco sentidos.
Año tras año, la organización ha enriquecido la oferta cultural ligada a esta fiesta, y hoy no hay turista que se vaya de Ponferrada sin haber penetrado en todas las claves templarias. Las exposiciones y talleres nos hablan de su indumentaria y sus armas, de sus riquezas y del infortunio de su pérdida, de su misión en este mundo y de sus grandes hazañas. Siendo como fue una orden de menor raigambre en la Península que las de Santiago, Calatrava o Alcántara, no deja de ser curiosa su vigencia, alimentada tanto por la literatura como por el entusiasmo de iniciativas como esta. Son tantos los niños que travesean en el campamento templario y visitan sus talleres, que uno comprende que el porvenir de la fiesta está garantizado.
El sábado, todo el aparato de la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón se vuelve a poner en marcha con el desfile y el posterior depósito en el castillo del Arca y el Santo Grial. Es el broche de oro a las jornadas, que todavía se prolongarán un día más para deleite de los ponferradinos. Durante esa noche, la del sábado, el silencio, roto por la música de una banda de música, los cascos de los caballos y la más espléndida pirotecnia, escolta la nívea procesión por las calles y rincones de la localidad, encabezada por el sempiterno Guido de Garda. Desde el paseo del Río hasta la misma fortaleza, los monjes guerreros vagan como espectros redivivos por una villa que una vez fue suya y a la que todavía extrañan.
El pueblo los sigue, ataviado con la moda de otro tiempo y conmovido por ese teatro en el que ellos son algo más que comparsas. Mucho más, de hecho. Porque, verano tras verano, la gente empeña su corazón y su alma en un acto que culmina a eso de las doce, cuando Guido de Garda y los suyos depositan los tesoros en una cámara secreta del castillo, renovando un juramento del que nunca se desdecirán: “Yo, Guido de Garda, Maestre de la fortaleza de Ponsferrata, comprometo a todo el pueblo de Ponferrada para que vuelva cada año a renovar este compromiso festivo con su historia y su leyenda hasta que el tiempo llegue a borrar la línea del horizonte”. Su mensaje parece volar en los fuegos artificiales que apuntan al cielo y se graban en el humo de las nubes.
Alberto de Frutos