La información veraz publicada por este y otros medios en relación con la actividad profesional de la mujer del presidente del Gobierno ha servido para abrir un debate social sobre la ejemplaridad que deben mostrar nuestros más altos representantes. Begoña Gómez no es una institución de nuestra democracia, como insólitamente sostuvo en una declaración institucional el ministro de Asuntos Exteriores. Ni tan siquiera es, ella misma, un cargo público que deba responder a los estándares de transparencia exigibles a nuestros representantes. Sin embargo, gran parte de los hechos publicados y nunca desmentidos podrían afectar de forma directa al desempeño de las funciones públicas de su esposo, quien sí está sometido a una singular exigencia. Las relaciones de Begoña Gómez con Globalia, empresa rescatada por el Ejecutivo; sus contactos personales con Víctor de Aldama, persona clave en la trama corrupta del caso Koldo y que estuvo, también, en el aeropuerto con Delcy Rodríguez; la firma de avales de empresas que resultaron beneficiadas por fondos públicos, o su heterodoxa carrera académica constituyen una circunstancia cuando menos anómala en la mujer de un presidente. Los hechos descritos son excepcionales y colisionan de una forma evidente con la conducta esperada en alguien que ocupa la posición de Gómez. Que el secretario general del PSOE haya tratado de desacreditar, en abstracto, a los medios que hemos publicado esta información, pero que no se haya producido ningún desmentido, es otra muestra más de la imprudencia demostrada por Pedro Sánchez en la gestión de este episodio. En una democracia, la culpabilidad de un ciudadano con respecto a un delito sólo la pueden determinar los tribunales a través de las sentencias que dictan los jueces. Esta garantía fundamental, junto con la presunción de inocencia, hace que tampoco pueda derivarse responsabilidad jurídica alguna por el hecho de que se esté investigando a una persona. Ni siquiera en el caso de que el juez Carlos Peinado concediera a la mujer de Sánchez la condición de investigada podría imputársele a Gómez ninguna responsabilidad jurídica. Sin embargo, lo escandaloso del caso de la mujer del presidente del Gobierno no puede circunscribirse a un debate entre lo que es o no constitutivo de delito. Existen innumerables conductas que no son antijurídicas, pero que desde un punto de vista público resultan reprobables. Y esto atañe también, y de forma directa, al jefe del Ejecutivo. En el caso de que la causa resultara archivada, no cabría disipar todas las dudas éticas y políticas que pesan sobre la conducta de la mujer de Sánchez, pues, aunque parezca obvio, hay actividades que no siendo delictivas o ilícitas resultan reprobables, e incluso inadmisibles. Lo que haga la mujer del presidente del Gobierno, sobre todo si roza la especial influencia y el extraordinario poder que ostenta su marido, es un asunto de natural interés público. El rumbo jurídico que tome el caso de Begoña Gómez no puede agotar, ni en una dirección ni en otra, la responsabilidad política del presidente y de su esposa, hasta el momento incapaces de gestionar con la diligencia debida una coyuntura en la que convergen demasiados elementos que resultan poco estéticos y que no encuentran precedentes en ninguna de las parejas de los otros presidentes de nuestra historia democrática. Después de todo, puede que esta no sea más que otra deshonrosa 'primera vez' de las muchas que definen el historial político de Pedro Sánchez.
