'Cuadernos de humo', la revista de poesía que dirige desde Nueva York el poeta, traductor y editor toledano Hilario Barrero , llega al número 41 con una exclusiva: la traducción al español, por Juan José Vélez Otero, de cinco poemas sobre Federico García Lorca del poeta americano Spencer Reece . Los poemas pertenecen al libro 'Acts' y acaba de ser publicado por la prestigiosa editorial Farrar, Straus and Giroux. El autor, Spencer Reece, es un sacerdote espiscopal y actualmente es el párroco de la iglesia de Saint Paul en Wickford, Rhode Island. 'Acts' es el resultado del tiempo que el poeta pasó trabajando en España como sacerdote episcopal. «'Acts' es un generoso y emocionante acto de amor a España , una amorosa homilía, una certera parábola donde el habla, la manera de ser, la literatura, los españoles son protagonistas», ha explicado Barrero a ABC. Noticia Relacionada ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA estandar No Vuelve Hilario Barrero con 'El escondite inglés', una gran antología bilingüe con 152 poemas María José Muñoz El poeta toledano residente en Nueva York ha traducido a los mejores poetas ingleses, 30 de ellos galardonados con el Pulitzer Los 17 poemas de 'Letters from Spain', que encabeza el refrán 'En el país de los ciegos, el tuerto es rey', son un modelo de literatura epistolar y «un hondo testimonio donde la ternura se hermana con la ironía, la soledad con el descubrimiento de una país extraño, el dolor con el amor, la añoranza con la entrega a su misión, la autocrítica con la crítica de lo que le rodea, la manera de ser de los españoles con la manera de ser de los americanos», añade Barrero, colaborador de ABC. A su juicio, 'Acts', tan lejano al libro de Federico García Lorca, podría haberse titulado 'Poeta en Madrid', recordando a 'Poeta en Nueva York'. A continuación, algunos poemas de Spencer Reece: ¿Viste la grieta azul de la luna rota? Lorca, son las 5:00 de la mañana y estoy empapado de España: colonia, humo, café, chorizo, el olor de un cuerpo viejo que necesita un baño. Estoy en la planta alta. 18 West Tenth Street. Emma Lazarus House: «A mí mandadme los desamparados, los marginados. Con mi antorcha alumbro la puerta dorada.» * Tomo mi pasaporte repleto de sellos. Lo he revisado dos veces. La luna en la ventana, arrugada como un Kleenex. Ahora más luz, más luces, por aquí y por allá, por todas partes, luces, luces, luces, luces. Sobre el escritorio estilo Regency, una foto enmarcada de Andrew y John, que se casaron en Althorp. Lorca, dos hombres que amo y que se aman; qué privilegio ser testigo de un amor declarado. Mi maleta abierta sobre el suelo, llena de deseos, como la Declaración de Independencia. Los médicos me instaron a venir: un derrame cerebral, una hemorragia, el lóbulo occipital de mi madre. (*Versos de «El Nuevo Coloso» que están en el pedestal de la Estatua de la Libertad escritos por Emma Lazarus en 1888). Una de las dos Españas ha de helarte el corazón Lorca, el sol besa la ciudad como un español. ¡Besar, besar! Veo Wall Street sobre la barandilla, donde una vez hubo dos torres ahora hay una; al final todo se pierde. Frank Doyle, mi compañero de clase, murió allí. Frank supo lo que yo sé ahora, cuando te conviertes en fantasma en un mundo, te conviertes en invitado en otro. Afuera caen las hojas. Lorca, no me resulta fácil hablar inglés; se me atrancan las sílabas, la lengua menos suelta. Mi mente todavía está ocupada con el tempo de España. No estoy preparado para cambiar de lengua como de ropa. España no tiene las comezones puritanas. Lorca, en la playa nudista gay de Sitges se veía desde la orilla la iglesia vacía destacando como parte de un cuerpo gigante. Dejaba reposar mi cuerpo con los demás y me sentía libre mientras el mar chocaba contra nosotros. Trabajo en una iglesia conservadora en el distrito gay, la iglesia me quiere, el distrito me quiere, pero no acaban de entenderse, siempre tengo que reflexionar sobre sus diferencias. Lorca eran todos Lorca, ¿qué hora, qué hora es? El cerebro de mi madre se desangra. Una vez montamos un festival en Madrid y estuvisteis allí. Tu sobrina me ayudó; sus ojos castaños, casi negros. Me enseñaron tu cama, tu cuerpo había dejado su forma en el colchón. El cuerpo. Y la ausencia del cuerpo. Durante toda la vida mi madre y yo nos preguntamos lo que se preguntan los países: Si damos todo, ¿qué va a ser de nosotros? Lorca, cuando joven, con sus botas de moda, su cuerpo se mecía ceñido como si estuviese tapizado. En un momento de orgullo, con timidez, me dijo: «Tenía buen tipo, cariño.» Doña María Teresa ha vuelto a Madrid, una miembro leal, exacróbata con tatuajes, uno de ellos mal escrito en inglés. No me atrevo a corregírselo. Viste a su chihuahua con modelos de Elton John, lleva a su criatura medio ciega en una canastilla. Necesita adhesivo para su dentadura. Me adelanto antes de llegar a la Grand Central para comprarle su Fixodent. En lo que respecta al amor nunca más voy a ser parco. Dos tiros a García Lorca en el culo, por maricón Lorca, viajábamos de Santiago a Madrid, seis horas el Obispo y yo cantando flamenco, pasamos por apartados burdeles color rosa donde las mujeres tendidas sobre colchones comían churros mientras esperaban. Nuestra rama eclesiástica no consentía el matrimonio homosexual, y eso me contrariaba. Él achacaba mi fastidio al hecho de ser americano, América, mi país de charlatanes y dientes blanqueados, de gente que se da palmadas en las rodillas. No podía decir nada para rebatirle. O eso pensaba. ¿Cuánto tiempo podría aguantar? Los insectos se estrellaban contra el parabrisas. Me encantaba el Obispo, me gustaba de verdad, Lorca, sin importarme lo que él pensara. «¿Quién es tu poeta preferido?», pregunté. Era de Madrid, gato de cinco generaciones. Permaneció callado mientras los insectos reventaban ante nuestros ojos, después gritó: «¡Lorca!». Le pregunté por qué. «¡Él es muy sencillo!», quería decir «se entiende». Lorca, tus poemas son del color de las estrellas. Y echándolo fuera de la ciudad, le apedrearon Lorca, agujeros de bala contra un muro en Granada, algunos a la altura de los ojos, otros al nivel de mi cintura, allí cayeron de rodillas, maldita guerra civil, tantos cuerpos sin nombre. Dios, España, —extensa, parda, glabra, igual de larga que de ancha, rica para su tamaño— ¿Qué ocurre ahora que ya no me siento en la silla amorosa de tu regazo? Llegan las enfermeras, los médicos. Llaman a la puerta. Lorca, deben de ser las tres de la tarde. Tengo las cartas de Thom Gunn sobre mi falda. «¿Es usted el hijo? ¿El sacerdote? ¿De España?» Cuando eres extranjero se te inhibe el corazón, y todo tu ser se refrena. Connecticut tiñe de gris el acorazado que es la sala del ala de neurociencia del hospital de New London. Mi madre querida, se te escapa la baba, te has convertido en otra persona, miras al pasado, te encuentras derrotada, has perdido el habla y todo tu equipaje. El amor de mi vida, el amor que me dio el idioma que amo, cuando no existen palabras solo cuentan las acciones.
