Está ahí, plantado, en la entrada del club social, esperando. Lleva los calcetines subidos hasta la mitad de las pantorrillas, y sus zapatillas son de un blanco impoluto. Las calzonas van a juego, y también, casi, las propias piernas, ligeramente velludas pero sobre todo pálidas, como si la mayor parte del tiempo se mantuvieran resguardadas del sol. De hecho lo están, de lunes a viernes, en horarios imposibles que comienzan cuando casi no ha amanecido y concluyen cuando ya anocheció, ametrallados de reuniones, calls, comidas de trabajo o almuerzos frugales preparados a primera hora, tras el también frugal café del desayuno, y transportados en un tuper en el maletero del range rover, para ser deglutidos en el office de la...
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