Si las palabras son tan polisémicas, si tienen tantos significados, contradictorios incluso entre sí, el lenguaje va perdiendo su sentido de favorecer una comunicación precisa entre los seres humanos. Pasa hoy con la palabra brutal, que puede significar tanto condenable por salvaje como admirable por excelso, depende del tono y el contexto. Pero, bueno, hoy quiero hablarles de algo mucho más grave: lo que está sucediendo con dos vocablos, uno a escala española, otro a escala mundial. Me refiero a terrorismo y antisemitismo.
Nuestro Partido Judicial, como ha bautizado Ignacio Escolar al conjunto de fiscales y jueces obscenamente politizados al servicio del PP, pretende ahora que terrorismo sea cualquier acción violenta en el transcurso de una protesta. Terrorismo sería, pues, el asalto a la Bastilla de 1789, la resistencia al Tercer Reich, las rudas manifestaciones de los mineros asturianos, las algaradas de los chalecos amarillos franceses y todo suceso político y social con incidentes del tipo de quema de contenedores, apedreamiento de escaparates y enfrentamiento con la Policía.
La mayoría de los españoles sabemos, sin embargo, lo que es terrorismo por la sencilla razón de que lo hemos padecido. Terrorismo fue indudablemente el atentado de ETA contra el Hipercor de Barcelona. Terrorismo fueron las bombas yihadistas en los trenes del 11M madrileño. Terrorismo es el uso de una violencia que busca explícitamente causar muertos y heridos por parte de quien dice defender una causa y , a tal efecto, quiere crear un clima de terror entre la población. Lo demás tiene otros nombres en la lengua de Cervantes: disturbios, revueltas, tumultos, algaradas, vandalismo incluso. Y otros calificativos penales en la legislación: daños, riña tumultuaria, desordenes públicos, resistencia o agresión a la autoridad, etcétera.
Las autoridades de Israel, por su parte, han adquirido el hábito de tildar sistemáticamente de antisemitas a todos aquellos que expresan públicamente su espanto por la brutalidad de su venganza en Gaza tras el asalto terrorista de Hamás del 7 de octubre. Antisemita es Josep Borrell. Antisemita es Lula da Silva. Antisemitas son intelectuales judíos como Noam Chomsky y Edgar Morin. Antisemitas son los que denunciaron en la reciente Berninale la muerte de casi 30.000 civiles en Gaza, la mitad niños. Algunos de ellos, por cierto, cineastas israelíes como Yuval Abraham.
Los ultras de Israel están jugando con fuego con este truco barato de estigmatizar como antisemitismo lo que no es sino defensa de los derechos humanos. Están tergiversando y banalizando un crimen gravísimo. Un crimen que provocó la persecución secular de los judíos en muchos lugares y momentos de la historia europea. Que alentó el calvario de Alfred Dreyfus y los pogromos en la Europa Oriental. Y que llevó a la muerte de millones de judíos en la Solución Final de Hitler.
Resulta que la inmensa mayoría de los ahora acusados de antisemitismo por las autoridades de Israel son justo lo contrario: admiradores de la larga y fecunda cultura judía. Gente que piensa que el genio judío creó en gran medida el mundo moderno: Freud, Marx, Einstein, Kafka, Stefan Zweig, Hannah Arendt, Walter Benjamin, Susan Sontag, Woody Allen, Steven Spielberg… Estamos hablando de antifascistas de toda la vida, de detractores hasta el tuétano de barbaridades como la expulsión de los judíos de España, el affaire Dreyfus y, ya no digamos, la Shoa. Y muchos se expresan, precisamente, desde el dolor. Al constatar que Israel emplea contra los palestinos métodos –la denigración, la deshumanización, el señalamiento, el apartheid, la violencia sistemática–usados secularmente contra los judíos.
Si es antisemitismo criticar a Netanyahu, discrepar del Gobierno de Israel, denunciar la ocupación militar y la colonización de los territorios palestinos, alzar la voz contra los bombardeos de civiles en Gaza, horrorizarse por la matanza de niños palestinos, si todo esto es antisemitismo, es que esta palabra ha perdido su significado. Y con ello se ha puesto en cuestión la misma razón de ser del Estado de Israel.
El antisemitismo sigue existiendo, claro que sí. Como existe la islamofobia, mucho más tolerada en Occidente. Pero jamás se me ocurriría tachar de islamófobo a quien pusiera a caldo al despotismo saudí, la corrupción egipcia o la misoginia de los ayatolás iraníes. Veamos, ¿soy antisemita por soñar con que el país de la estrella de David vuelva a tener como líder a alguien como Isaac Rabin, que era judío, que era israelí y que era militar? Un líder que se atreviera a liberar a Marwan Barghouti, como De Klerk liberó a Mandela, para sellar con los palestinos la paz de los valientes. En fin, todo parece imposible hasta que se hace, decía el mismísimo Mandela.
Termino. Procuro aplicarme el mismo rigor que exijo a otros en el uso de las palabras. Fíjense en que aún no he empleado el término genocidio al referirme a las crueldades que los gobiernos de Israel aplican a los palestinos. No lo acabo de tener claro. Violación de la legalidad internacional, sí. Ocupación y colonización, evidentemente. Apartheid, sin duda. Crímenes de guerra, probablemente. ¿Pero genocidio, voluntad de hacer desaparecer una comunidad de la faz de tierra? No lo sé. Quizá no todavía, pero me temo que a este paso…