Creo que serán pocos los que nieguen que, a estas alturas, el fútbol es el rey de los deportes. Puede no gustar a algunos, pero que se enseñorea por todos los continentes y tiene una influencia social, económica e incluso me atrevería a decir que política resulta innegable. Las razones están a la vista. De entrada, no requiere unas facultades físicas extraordinarias, como el baloncesto o el boxeo, habiendo muchos jugadores extraordinarios de baja estatura, Leo Messi el último. Luego, muchos millones de niños lo han jugado en los recreos de sus escuelas, algo que nunca se olvida, con algunos eligiéndolo como profesión. Además, puede jugarse en cualquier terreno, pelado o con hierba, en la playa o la calle, como hizo mi generación. Las reglas son muy simples: se trata de meter la pelota en la portería contraria, algo que parece fácil, pero resulta bastante difícil con once rivales intentando evitarlo. Por último, que no se juega sólo con los pies, como su nombre inglés indica (foot-ball) sino también con el corazón, con el coraje que se ponga. Y como con los pies no somos tan hábiles como con las manos, resulta que a menudo el teóricamente inferior gana al superior, algo que encanta al gran público. Con tal simples como contundentes elementos, el fútbol se ha ganado aficionados en todas partes, cuyo entusiasmo supera incluso al de los jugadores y creado no ya conflictos penosos, sino incluso una guerra, en Centroamérica. Lo que todo ello quiere decir es que, pese a haber muy distintos torneos, que el Real Madrid haya logrado su octavo Mundial de Clubes tiene su mérito, que hay que reconocer, guste o no. Lo que me pregunto es a dónde va a parar esto, pues lo que empezó con equipos sostenidos por la afición local se ha convertido en multinacionales tanto en dinero como en jugadores. Porque en el equipo que ganó el Mundial de Clubes solo había dos madrileños (Carvajal y Nacho) y otros tres españoles (Asensio, Vallejo y Ceballos). Me apresuro a advertir que no dudo de la profesionalidad de toda la plantilla, ya que, en otro caso, no hubieran ganado. Lo que celebraría es que los deportes, que no son otra cosa que batallas entre atletas y equipos, sustituyesen a las batallas de verdad entre países o facciones políticas, que siguen existiendo. Y no sería yo el que añorase, como Jorge Manrique en las coplas a la muerte de su padre, «las justas y los torneos, paramentos, bordaduras y cimeras». Desgraciadamente, no ocurrirá.
