Las largas colas que se forman en la sede del Banco de España son un síntoma del enorme problema que representa para los ciudadanos la erosión del poder adquisitivo que supone la inflación. La mayor parte de la población ha tenido que encajar en 2022 un aumento promedio del IPC del 8,4 por ciento. Si a esto añadimos la subida del IPC en 2021, en solo dos años hemos acumulado una merma del 11,9 por ciento. Eso significa, a grandes trazos, que hoy un comprador debe desembolsar casi 112 euros para llevarse los mismos bienes que hace dos años adquiría por 100. Por tanto, ¿qué buscan estas personas que guardan la fila en la plaza de Cibeles o compran a través de la web del Tesoro? Pues simplemente hacerse con un instrumento de deuda pública que está remunerado con casi un 3 por ciento de interés anual. Aunque éste sigue siendo un tipo de interés negativo, ya que hay que restarle el IPC actual que hoy es más del doble, los inversores consiguen amortiguar en algo la acción de ese ladrón invisible que es la inflación, ante el cual son vulnerables. Es muy difícil entender por qué la banca se niega o insiste en ponerse de perfil cuando se aborda esta preocupación de los ciudadanos. A las entidades financieras no les supondría mayor problema retribuir, aunque fuera con poco, los depósitos de sus clientes, protegerles en algo de la inflación y beneficiarse del diferencial respecto de la deuda. El arbitraje entre el precio al que se presta el dinero y el que se paga por captarlo ha sido el negocio bancario de toda la vida. De hecho, en el pasado, existía un acuerdo tácito por el cual los bancos renunciaban a cobrar comisiones en las cuentas corrientes o a la vista a cambio de no remunerarlas. Después vino la crisis financiera y los tipos de interés negativos del Banco Central Europeo (BCE) y las entidades comenzaron a cobrar comisiones para sobrevivir. Incluso el ahorro a medio y largo plazo también dejó de ser remunerado. Ahora, cuando los tipos vuelven a subir, las comisiones siguen ahí y la remuneración del ahorro no ha regresado. El euríbor, el tipo de referencia de las hipotecas, se ha situado en el 3,45 por ciento tras la última subida de tasas del BCE la semana pasada. Es la cifra más elevada en catorce años. Y el órgano emisor ha anunciado que los tipos continuarán subiendo en el futuro próximo porque es necesario para controlar la inflación en la Eurozona. Esto significa que los bancos seguirán viendo como su cuenta de resultados mejora gracias a un fenómeno que perjudica a sus clientes. Es llamativo que ante la subida de las hipotecas, las entidades se hayan mostrado prestas a asumir un conjunto de nuevas prácticas —que afortunadamente aún no es necesario aplicar masivamente porque la mora sigue en niveles bajos—, pero no quieran oír hablar de volver a remunerar el ahorro de sus clientes, aunque sea cuestión de tiempo que las preocupaciones reales de los ciudadanos les obliguen a recapacitar. Es cierto, como se queja el sector, que el Gobierno ha venido a meter palos en las ruedas. Ha creado un impuesto al beneficio extraordinario que el alza de tipos de interés va a generar en las cuentas de resultados de la banca. Esto le permite a Hacienda apropiarse de parte de la ganancia creada por esta subida que era esperable que se repartiera entre el banco y sus clientes de existir una verdadera competencia. Pero cuando las entidades financieras se quejan de que la opinión pública no se ha puesto de su lado cuando el gobierno vino a imponerles una exacción tributaria, deberían recordar que así como las hipotecas se actualizan con la velocidad del rayo, la retribución del dinero en sus cuentas está tardando en llegar.