En la parroquia de la Alhóndiga, en Getafe, Madrid, hay un mural en una de sus paredes donde aparece representado Cristo junto a sus apóstoles durante la última cena. A la derecha de Jesús, el apóstol Juan ha sido caracterizado con el rostro de José Luis Manzano, actor fetiche de Eloy de la Iglesia y protagonista de El Pico, Colegas y Navajeros.
Para quien no lo sepa aún, José Luis Manzano forma parte del imaginario de una época donde la droga atravesó los destinos de la juventud. Según nos cuenta Iñaki Domínguez en su nuevo estudio antropológico titulado Macarras Ibéricos (Akal), la droga fue el atributo común de aquella juventud nacida en los años sesenta, dando igual la clase social, la raza o las estructuras familiares. La caída fue general. En Madrid, los barrios del centro como Malasaña o Chueca amanecían con cadáveres en los portales. Las jeringuillas —chutas— crujían a cada paso y los vecinos huyeron de sus casas, vendiéndolas a bajo precio.
Soy de los que piensan que la llegada de la droga fue un diseño del Estado para sacrificar a la juventud y a la larga obtener beneficios inmobiliarios. Por eso, con la entrada en el euro y la gentrificación, la venta de droga fue desplazada a las afueras; una manera de limpiar el centro y lo más parecido a esconder unos cuantos quilos de mierda en la bolsa del pan que cuelga de la puerta de la cocina. Conocedor de la periferia, Alfonso J. Ussía le cuenta a Iñaki Domínguez las peripecias que vivió cuando le tocó trabajar de machaca de Antonio Vega, quien gastaba una media de 1000 euros al día en ponerse a gusto. Las Barranquillas fueron el paisaje habitual donde se movió Alfonsito, tratando con todas aquellas personas que sobrevivían a base de masticar sus propios dientes.
Pero si hay un documento que sea memoria viva de aquellos años, ese es el cine denominado quinqui que nos ofrece un retrato sentimental de la mitología nacida en los márgenes de las grandes ciudades durante los años 80. Todo un imaginario colectivo que se reflejó en películas como Perros Callejeros, Navajeros o Deprisa, deprisa, —entre otras— y que tiene su continuación en el cine actual con directores como Juan Vicente Córdoba (Quinqui Stars) Antonio Hens (Clandestinos) o Carlos Salado (Criando ratas ).
No podían faltar las referencias a este género cinematográfico en el nuevo trabajo de Iñaki Domínguez, ofreciendo un recorrido por el periodo que conocemos como Transición, mostrándolo desde el ámbito de la marginalidad cuando los núcleos chabolistas crecieron a las afueras de unas ciudades que cada vez se iban haciendo más prietas. Caño Roto y la UVA en Madrid, Otxarkoaga en Bilbao o la Mina en Barcelona son ejemplos de cómo el desarrollismo franquista potenció la industrialización de las grandes ciudades. Desde la segunda mitad de los años 50, hasta finales de los 60, la urbe acogió a las gentes del campo como mano de obra barata. Ese fue el caldo de cultivo de los macarras ibéricos.
Para “contener” toda la corriente de inmigrantes, el franquismo diseñó un plan de poblados denominados “dirigidos”. Mirándolo bien, lo de los “poblados dirigidos” era todo un eufemismo. Con ello, se evitaba decir que eran arrabales de casas construidas con materiales de lo más tirado. De esta manera, los descampados que abrazaban la capital se fueron poblando de un proletariado dispuesto para la vida dura. Décadas después —durante la Transición— la introducción de la heroína neutralizaría toda conciencia de clase posible, convirtiendo los márgenes de la ciudad en el hábitat natural del lumpen, una clase social sin conciencia de clase que trajo consigo la inseguridad ciudadana que quedó reflejada en las películas aquellas donde la sonrisa de José Luis Manzano brillaba como una navaja automática. De él hoy solo queda el recuerdo, su imagen de eterno adolescente en las películas de Eloy de la Iglesia y una pintura religiosa que podemos visitar en la parroquia de la Alhóndiga en Getafe. Más que un perro callejero, Manzano fue un pobre diablo.