Todas las personas tienen el mismo valor moral en cuanto tienen dignidad. Cada uno es único, especial, incomparable, insustituible. La naturaleza le ha premiado a cada cual con su unicidad. Nadie es más que nadie, por muy extenso que tenga su currículo o mucho poder que acumule. Pero además de esta consideración que se predica de todos y cada uno, cada persona en el desarrollo de su vida puede desempeñar con más fuerza o no sus méritos y capacidades. Y es conveniente que este tipo de ejemplaridad tenga su reconocimiento por parte de la comunidad, en el sentido de reconocer las virtudes de alguien que destacado de forma especial en algún ámbito, como el del arte, la enseñanza o la solidaridad.
El próximo día de san Ildefonso se concederán los honores y distinciones que habitualmente concede el Ayuntamiento de Toledo. Pero quería llamar la atención sobre tres aspectos. El primero es que es triste que se concedan a título póstumo. En efecto, lo lógico es reconocer en vida las virtudes de una persona para evocar su condición ejemplar. Hacerlo después de la muerte supone que el reconocido no pueda disfrutar de ese galardón (solo sus familiares) y que, además, se piense que se otorga con motivo de su muerte. Desde luego que Luis Pablo, M. Santolaya e I. Álvarez reúnen méritos para recibir tal distinción, pero es triste que tenga que ser ex post, es decir, después de su fallecimiento. Esto es como el amor: hay que manifestarlo en vida, no después, porque luego no sirve de nada.
El concepto de mérito tiene una connotación personal. Por eso concederlos a una clase social, o a una profesión o a todos los habitantes de un lugar no tiene, en mi humilde opinión, mucho sentido. ¿Por qué? Porque desde un punto de vista conceptual la noción ejemplar del mérito es de una persona, o de varias si se puede justificar, pero si se amplía mucho el marco decae la fuerza de esa condecoración porque ya se sabe lo que ocurre con las generalidades, que tienen un grano de injusticia porque no se pueden comprobar en todos los casos. Conceder ese reconocimiento al por mayor, a todos los toledanos y a todos los sanitarios, según mi parecer, es un brindis al sol porque en realidad no se reconoce la labor de nadie en realidad. El mérito necesariamente pide nombres y apellidos.
Y, por último, los méritos deben ser objetivos. ¿Qué significa esto? Que deben estar por encima de las ideologías. Es triste que la concesión de estas distinciones suponga una negociación de tipo político, donde hay concesiones a cambio de otras. El ejemplo más triste lo hemos tenido con el caso de Almudena Grandes. Por encima de su ideología está el carácter valioso de su obra literaria (aunque su ideología esté presente en esta), que es absolutamente innegable. La obra de Grandes forma parte de la historia de la literatura sí o sí y cuenta ya con el reconocimiento más importante: el de los lectores. Aprovecho para decir que me parece un acierto que la Biblioteca del Polígono (que ojalá se abra pronto y con un horario ininterrumpido) se llame Almudena Grandes.
Por encima de todo, de tener o no un reconocimiento, es importante que la vida no pase en vano. Cada uno debe esforzarse en dejar huella en lo que haga. Es muy importante esa labor callada que realizan las personas que cumplen cada día con sus deberes u obligaciones, que no aparecen en los periódicos ni en los libros de historia, pero que hacen que la vida cotidiana avance y se desarrolle con normalidad. Eso es lo que Unamuno llamaba la intrahistoria. Por eso estas distinciones también sirven para recordarnos que cada uno debe ser ejemplar en la pequeña parcela que le ha tocado vivir.
