De un pantallazo, Charles Manson parecía un hombre insignificante. Medía apenas 1,57 y su cara no tenía ningún rasgo sobresaliente. Sin embargo, las mujeres que lo rodeaban -mucho más jóvenes que él- contaban proezas sexuales. Y un detalle: sus ojos tenían un brillo extraño, casi diabólico.
Por infobae.com
Hollywood, en la ciudad de Los Ángeles y en plena década del ‘60, era un mundo de mansiones y calles que parecían salidas de una escenografía: colinas verdes, piscinas celestes, palmeras y el glamour de sus estrellas y la ambición de quienes deseaban serlo.
El 8 de agosto de 1969, ambos mundos -el de Charles Manson y el de Hollywood- colisionaron de la peor manera. Sus seguidores -más bien esclavas, casi todas eran mujeres– dejaron al mundo conmocionado con un raid de sangre pocas veces visto. En la misma noche, masacraron a puñaladas y balazos a la actriz Sharon Tate, al bebé de ocho meses que llevaba en su vientre, a cinco de sus amigos y, unos momentos después, al matrimonio de Leno y Rosemary LaBianca.
Charles Milles Manson, se convirtió, así, en la bestia negra de los días del hippismo, la droga y la revolución sexual. Y esa orgía criminal que desató, el apocalipsis del sueño de paz y amor de una generación.
Llegó a este mundo el 11 de noviembre de 1934 en Cincinnati, Ohio, de madre precoz (Kathleen Maddox tenía 16 años) y padre que no llegó a conocer: un matón, Walker Scott, que rápidamente huyó de la casa.
La madre –alcohólica y condenada a cinco años de cárcel en 1939 por asalto a una estación de servicio–tuvo un efímero matrimonio con un obrero de nombre William Manson: inocente portador de un apellido trágico.
De tal palo… Charles debutó en el delito en 1947, a sus 13 años: robo en un supermercado. Reformatorio. Fuga cuatro días después, con un amigo. De 1951 en adelante, más asaltos y robos de autos. Acumuló ocho cargos, lo liberaron en 1954 por buen comportamiento, se casó con la enfermera Rosalie Jean Williams, tuvo con ella su primer hijo, y hasta 1967 no hubo noticias de él… salvo su interés por el esoterismo y la filosofía oriental, acaso para matar el tedio carcelario.
Ese mismo año se mudó a San Francisco, recaló en un departamento prestado en Berkeley, un ladrón de bancos le enseñó a tocar la guitarra eléctrica –hay coincidencias acerca de su módico talento musical–, vivió como un indigente, y arrastró con él a la bibliotecaria Madison Brunner.
Y empezó entonces la verdadera historia del clan. De la Familia Manson. En poco tiempo, además de Madison, llegó a convivir con… dieciocho mujeres: un atleta del verano del amor del 67, que explotó en festivales y concentraciones hippies: para él, tan fácil como pescar en un barril…
Hacia el fin del verano consiguió –robado, posiblemente– un autobús escolar, lo inundó de alfombras y almohadones de colores, y con nueve de sus chicas recorrieron medio Estados Unidos.
¿De qué vivían? De la prostitución. Cuando llegaban las cuentas a las muchas casas que alquilaron o usurparon, las hacía pagar con sexo de sus adoratrices.
El 15 de abril de 1968, Brunner le dió un segundo hijo: Valentine Michael. De a poco, el monstruo que sería, pero todavía solo un marginal, un vagabundo, parecía destinado a la música, en especial cuando conoció a Dennis Wilson, el baterista de The Beach Boys, al que conquistó besándole los zapatos.
Pero la semilla del Mal empezó a germinar en su cabeza. Imaginó que los Estados Unidos estaban al borde de una eclosión devastadora: la batalla final entre negros y blancos –triunfantes los primeros–, preludio del Apocalipsis de San Juan… mezclado con música de The Beatles, esclavitud sexual, odio hacia los pigs (cerdos), drogas de todo tipo y color, y atracción –como imán– de chicas de buena posición social pero ávidas de aventuras, engañoso contraveneno de sus convencionales vidas.
En junio del 69, Manson reunió a sus esclavas sexuales y les dijo que estaban llamadas, con él, a señalarles a los negros su Helter Skelter (nombre tomado de un tema de The Beatles que alude a la escalera de caracol de un monumento londinense).
Y empezó a rondar el 10050 Cielo Drive, Beverly Hills, California, mansión alquilada por Roman Polanski y Sharon Tate…
En la mañana del 8 de agosto de 1969, Manson –totalmente desquiciado– les ordenó a sus esclavas y primeras amantes Susan Atkins, Linda Kasabian y Patricia Krenwinkel asaltar la casa y “acabar con ellos de la manera más horripilante posible“.
Como autómatas, las tres obedecieron la orden del amo.
Esas noche, en la casa, estaban Sharon Tate (Polanski filmaba en Londres), embarazada de ocho meses, su amigo Jay Sebring –el peluquero de las estrellas–, el guionista Wojciech Frykowski, y su novia, Abigail Folger (rica heredera de un emporio de café).
En la medianoche del 9 cortaron la línea telefónica. Susan, Linda y Patricia entraron con bolsas llenas de ropa limpia y afilados cuchillos. Tex Watson, el único hombre del grupo, iba armado con un revólver y, sobre su hombro, llevaba una cuerda de nylon de trece metros. En ese momento salía de la casa un auto manejado por Steven Parent (18) amigo del cuidador de la mansión. Watson no perdió tiempo: lo mató de cuatro balazos en el pecho. Y el resto fue el infierno en la tierra: Sharon Tate y sus amigos murieron asesinados a balazos y puñaladas. Tantas que, contadas por la policía, rompieron la barrera de las cuarenta…
Terminada la masacre, sobre una pared y con sangre, escribieron pig (cerdo).
Y cebados de sangre, llegaron al 3301 de Waverly Drive, la casa de Leno LaBianca, ejecutivo de un supermercado, y de Rosemary, su mujer, y los cosieron a balazos y puñaladas: 41 de arma blanca solo en el cuerpo de Rosemary… Más de las 16 que terminaron con Sharon Tate y el hijo que latía en su vientre.
A ese crimen se sumó Leslie Van Houten, de una copetuda familia y princesa de su colegio secundario…
Por fortuna, la larga serie de crímenes programados se cortó pronto. Susan Atkins, detenida por un delito menor, se jactó entre rejas de la orgía de sangre de aquella noche, y la caída y prisión del clan, como piezas de dominó, fue cuestión de horas.
Manson fue condenado a muerte por instigador –no mató a nadie con sus manos–, pero en 1972 la sentencia fue reducida a prisión perpetua: la Corte Suprema anuló la pena capital en 1972.
Leslie Van Houten, que creyó “ver en Manson a Jesucristo“, cumple cadena perpetua.
Susan Atkins, ex bailarina de topless y la más cercana esclava de Manson, murió en prisión en 2009, a los 61 años. Confesó haber matado a Sharon Tate. Luego de oír su sentencia a perpetua, se burló del tribunal y del jurado: “Mejor que cierren bien las puertas y cuiden a sus hijos“, amenazó.
Patricia Krenwinkel, culpable de siete homicidios, tiene 69 años, jura que está arrepentida, y batalla por su libertad condicional.
Linda Kasabian logró inmunidad al declarar contra el Clan Manson. Tiene cuatro hijos y se supone que vive en algún lugar de la Costa Este.
Charles Manson murió en un hospital de la localidad de Bakersfield. Vivió en la misma celda durante 46 años. Solo la abandonaba unos minutos para buscar papas fritas o chocolatines en una máquina. Se supone que ha matado a más gente, aunque solo se le probó instigación para nueve homicidios. En los últimos años abrazó la Causa Verde: defensa del planeta (¿?). Jura que vive “en el inframundo”. Recibe –believe it or not– cartas de admiradores. Y algo perverso se ha edificado en torno del espanto que aun imponen su vejez y el deterioro de su cuerpo: los envoltorios de sus chocolatines se venden a 750 dólares…, y sus trozos de papel higiénico -¡¡¡usado!!!, a 500.
Ergo: el enfermo no es solo el hombre de melena gris que está entre rejas…