La última mañana del último día del último mes del verano era siempre la peor, por razones que enseguida aclararemos. (Igual no enseguida). Baldomero no regentaba un hotel de pueblo ni era un estudiante de Farmacia recién enamorado de una de San Sebastián ni hacía pulseras de cuero en una playa de rocas ni vivía junto al mar siquiera. Baldomero vivía en la montaña, en una montaña sin montañeros ni excursionistas, en una montaña normal, ni muy alta ni muy baja, pero del todo inaccesible (o casi) por ser una montaña simbólica, perfectamente tangible —no vayamos a hacernos un lío—, pero casi imposible de encontrar. Baldomero era mago.
Hay muchos tipos de mago. Están los magos de verdad, que son los...
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