Sólo la mosca y David Lynch son capaces de cambiar radicalmente de dirección en pleno vuelo: de la cristalina, sencilla, maravillosa y fordiana 'Una historia verdadera', a la brillantísima, sofisticada, retorcida y críptica 'Mulholland drive'. Dos modos contradictorios y extremos de hacer el mejor cine posible, y el hecho de que uno mismo, en su modestia, se maneje mejor en plato llano que en plato hondo, no ha de impedirle ver y admitir la riqueza expresiva, la exageración estilística y la abrumadora, casi enfermiza, avalancha de caos que introduce Lynch en una vieja y conocida historia eterna en el corazón de Hollywood.
Mulholland Drive
El pincel presumido de David Lynch le sugiere no repetir cuadro hiperrealista y, aunque cuenta otra 'historia verdadera', no lo hace a la altura de los ojos de su protagonista (una chica sencilla e ilusionada que llega a Hollywood con la ilusión de ser actriz), sino desde el interior de sus arrugas, gérmenes y pesadillas: fracaso sentimental, profesional, caída en picado y suicidio... Historia vulgar, sabida y sobada por el cine y aledaños, que Lynch consigue convertir en lo nunca visto.
Nada de la película queda desvelado al desvelar la esencia de su argumento: un cruce de realidad y delirio de la chica que llega y tras unas prometedoras y engañosamente ágiles brazadas se ahoga en el piélago del cine. Lynch disimula su trágica mirada al mundo del cine y a su voracidad detrás de una trama exaltada, como emborrachada en láudano: su habitual falta de pudor le permite llevar al límite del hipersurrealismo los hilos de esa trama, pero hay al menos media docena de secuencias magistralmente enredadas en esos hilos que, si bien no explican la película (más bien, todo lo contrario, lían el sencillo argumento), sí multiplican el magisterio de Lynch, especialmente la mortalmente cómica del chapucero asesino a sueldo que pretende hacer pasar su crimen por suicidio y...; o en la que ella interpreta una escena de amor para un casting hollywoodiense...; o la de una reunión de «trabajo» entre un productor, el director y los dos mafiosos...
En fin, sólo alguien tan petulante como David Lynch podía contar lo de siempre (el cadáver flotando junto a sus sueños en la piscina de Sunset Boulevard) como nunca.