Fue como un destello. Un fogonazo que iluminó los primeros pasos del primer Gobierno Sánchez. Eran sus primeros días, los tiempos del «Gobierno bonito». Y lo que posteriormente se desvelaría como una potente maquinaria de propaganda efectista encontró en el Aquarius su carta de presentación ante la comunidad internacional.
El presidente del Gobierno asumió en junio de 2018 la recepción del buque Aquarius, que vivía una crisis humanitaria vagando por el mediterráneo tras chocar contra la estrategia de puertos cerrados del por entonces todopoderoso ministro de Interior italiano, Matteo Salvini. Ante la falta de una respuesta convincente por parte de la Unión Europea La Moncloa decidió tomar la iniciativa. Lo hacía con total libertad. Con una política doméstica todavía en shock tras su repentina llegada al poder. Sin oposición. Sin apenas matices a una operación que, como no tardaría en ponerse de manifiesto, no podía ser la norma.
Sánchez pretendió entonces liderar la respuesta de la UE a la inmigración. Apenas unos meses otro buque pretendió repetir la jugada. La respuesta del Gobierno al buque «Nuestra madre Loreto» ya fue muy distinta. Intensas negociaciones entre los socios europeos dejaron claro que el patrón que debía regir era el del desembarco en el puerto cercano más seguro. Y no era España. Malta aceptó la recepción pero tras cerrarse el compromiso entre los grandes de la UE de fijar un sistema de reparto que trasladase a los migrantes a los principales países, España entre ellos.
Quedaban todavía un par de años para que se desatase la crisis de los cayucos en Canarias, pero por el camino se vivieron los años de mayor intensidad de llegada de irregulares y una política errática en muchas ocasiones condicionada por Unidas Podemos. En este tiempo el Gobierno ha practicado un complejo equilibrio en cuestiones como las devoluciones en caliente o el régimen de los CIE. En los debates en el seno de la UE ha habido espacio para propuestas complejas hasta acabar en un enfoque muy centrado en el control de fronteras, la cooperación con los países de origen y tránsito y con el foco puesto en la mano tendida a la migración regular.
El «Gobierno bonito» estalló por los aires en el muelle de Arguineguín tras el verano de 2020, con imágenes propias de un país tercermundista y miles de subsaharianos hacinados en pleno pandemia que durante semanas siguieron ahí. Esa crisis, que aún no se ha resuelto por completo, motivó críticas al Ejecutivo incluso del Defensor del Pueblo, Francisco Fernández Marugán, quien a finales de abril señaló ante la Comisión Mixta (Congreso-Senado) de Relaciones con el Defensor del Pueblo que las administraciones «no estaban preparadas para dar una respuesta adecuada» a la crisis migratoria en Canarias. Hubo «falta de previsión» por parte de las autoridades competentes, «descoordinación» y «una ausencia notable» de una red de acogida.
Marugán, cuya institución trabajó sobre el terreno, habló de «colapso» en las islas y repasó las respuestas improvisadas que se fueron dando: dispositivos temporales, como hoteles, naves industriales y campamentos. Hubo, dijo derechos humanos
«reiteradamente vulnerados». No solo eso, sino que la coordinación entre Interior y el ministerio de José Luis Escrivá vivió momentos inexistentes en los que ni siquiera sabían cuántos traslados se estaban produciendo a la Península. Medio año después, los dispositivos precarios continúan y los problemas de convivencia en los centros habilitados, también.
Con esa herida aún supurando, el trasfondo de la crisis actual tiene dos aristas que caminan en paralelo. Se ha cuestionado internamente la descoordinación entre los departamentos de Interior, Exteriores, Migraciones y Defensa. Muy patente en la crisis canaria de hace unos meses. Como corriente de fondo subyace una relación hacia Marruecos muy distinta. Sánchez nunca la ha priorizado. Rompió la tradición de ser el primer país que visitar tras llegar al poder, atraído por el magnetismo del Elíseo y de su búsqueda de una alianza en el seno de la UE con Emmanuel Macron. Tardó meses Sánchez en viajar a Rabat. Fue la primera y última vez hasta la fecha.
En diciembre se canceló la Reunión de Alto Nivel entre los dos países. Se camufló la decisión en forma de comunicado conjunto y bajo el pretexto de la pandemia. Había base para ello, pero en el fondo trascendía el malestar de Rabat con las posiciones de Unidas Podemos sobre el Sahara. Las manifestaciones del entonces vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, fueron muy mal recibidas en el Consejo de Ministros al invadir y perjudicar la diplomacia española. Pero ha sido con su marcha cuando todo ha estallado por la decisión del Gobierno de permitir la entrada en España del Líder del Frente Polisario por «cuestiones humanitarias».
El «Gobierno bonito» ya había saltado en pedazos en el «muelle de la vergüenza», pero faltaba por escribirse el capítulo del colapso en cuanto a gestión migratoria nefasta se refiere. Y ese ha llegado de la mano de una avalancha sin precedentes, histórica, y de consecuencias impredecibles en Ceuta. Los expertos avisan de que puede extenderse a Melilla y, por supuesto, reproducirse la crisis de Canarias.
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