Tengo un amigo al que quiero mucho y debo aún más que cuando lee mis columnas me dice que nunca se encuentra aquí. Como si escribiera desde otro planeta, y probablemente sea así. No me lo dice porque a menudo escriba sobre la mujer, el problema es que la vida que cuento es otra que él no conoce. Le prometí que me acercaría a la suya y le presté mucha atención. Lo he intentado, pero es imposible, no me sale.
No me sale porque al final cuando escribes estás contando tu vida. Da igual que no cuentes nada sobre ti o que confieses tantas cosas que solo te falte decir, como a mí, cuánto miden tus riñones. Siempre escribes lo que vives, cómo ves el mundo. Haces eso incluso si eres gallego. Los gallegos nunca opinan y siempre salen enteros del intento. Y es en ese borde, en lo que eligen contar, justo donde les encontramos. Digo gallego porque me he acordado de una línea estupenda de un antiguo compañero de periódico que escribió algo así como que te puedes sentir perdido «como un gallego sin columna». Y tiene razón. Siempre en el gris como si se escaparan, pero ni aún así. Si escribes, no te escapas de contar quién eres. Ni de coña.
Vuelvo a mi amigo, que dice que soy su hermana cuando él es el hermano mayor que nunca tuve. Siempre exigente, siempre coñazo, siempre cariñoso aunque me repita cada vez que puede que el halago debilita. Menos mal que lo tengo, pero decía que quiere que cuente lo que no conozco. Es imposible, aunque lo veas y te guste y te congratule que las personas a las que amas vengan de ese otro lugar. De esos otros lugares, otras vidas, otras raíces. Yo tengo las mías y a menudo doy vueltas en torno a ellas. Son mis temas recurrentes.
Yo vengo de una familia en la que a muchas mujeres les falta una falange en sus manos. La primera del dedo índice o del corazón. Hacíamos matanzas de cerdo, mi infancia gira alrededor de ese momento anual en el que las ancianas (nunca ancianos) eran las que se encargaban de limpiar las tripas del animal. Ese olor ácido aún está en mi memoria. Se supone que las niñas teníamos que aprender a hacerlo. Mi madre siempre se opuso a que yo lo hiciera, ni siquiera como aprendiz. Es una tarea francamente desagradable que hacían las abuelas y bisabuelas porque les daba igual. A mi madre nunca le dio igual. Mi hija, no.
A esas mujeres les faltaba una falange porque eran las encargadas de pasar la carne por la trituradora manual. Si has visto alguna vez alguna, sabes que puedes meter la carne con una especie de espátula de madera y que va fatal, nunca consigues meterla hasta el fondo. Para eso hay que meter la mano. Y era ahí donde esas mujeres, en un despiste, perdían un trozo de su dedo que se comía la máquina, que mezclaba su carne con la del cerdo. Lo viví varias veces y siempre que lo cuento me parece mentira. Sobre todo, porque todos los hombres de mi familia conservan las falanges con las que nacieron.
Cuando escribes, te cuentas a ti misma aunque no quieras. Algunos creen que se salvan, pero, ay, qué mentira. Basta con leer entre líneas. Basta con leer estas mías de hoy, lo mucho que yo quiero complacer a ese amigo y, a pesar de todo, soy incapaz. No hay manera, nene. Prefiero dedicarte una columna que solo entenderás tú. Y eso que tengo todos los dedos en mis manos. Menos mal, así puedo seguir contándome, escribiéndome, aunque a veces me enfade lo que me leo.