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Aquel día, el diablo no arribó a la cita luciendo cuernos, rabo o pezuñas de cabra. Tres décadas después de haberse convertido en el invitado de honor del sistema penitenciario, Charles Manson, el asesino que había estremecido a la sociedad estadounidense con sus crímenes, se presentó ante las cámaras ataviado con la clásica camisa de presidiario, una barba encanecida que ocultaba un rostro rudo y su ya característica media melena azabache (signo inequívoco del movimiento hippie de los sesenta). Se acomodó, pero la silla que le esperaba no consiguió disimular su algo más de metro y medio de altura. Era un «hombre pequeño», como él mismo había repetido en más de una ocasión.
Lo que siguió fue un documento estremecedor; un...
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