CAMBRIDGE – Cuando Joe Biden logró a duras penas una victoria en las elecciones presidenciales estadounidenses después de varios días de suspenso, los observadores de todo el mundo quedaron intrigados. Alentados por las encuestas, muchos esperaban una victoria aplastante para los demócratas, en la que ese partido no solo se quedaría con la Casa Blanca, sino también el Senado. ¿Cómo se las ingenió Trump para conservar el apoyo de tantos estadounidenses —con una cantidad de votos incluso mayor que cuatro años antes— a pesar de sus ostensibles mentiras, evidente corrupción y desastrosa gestión de la pandemia?
La importancia de esta cuestión va más allá de la política estadounidense. Por doquier los partidos de centroizquierda intentan revivir sus éxitos electorales contra los populistas de derecha. Aunque el temperamento del Biden es centrista, la plataforma del Partido Demócrata se desplazó considerablemente hacia la izquierda, al menos para los estándares estadounidenses. Una victoria demócrata decisiva hubiera implicado un impulso significativo para los espíritus de la izquierda moderada: tal vez lo único que hace falta para ganar es combinar las políticas económicas progresistas con el apego a los valores democráticos y de decencia humana básica.
Ya se está debatiendo sobre la forma en que los demócratas hubieran podido obtener mejores resultados. Desafortunadamente, su ajustada victoria no ofrece lecciones fáciles. La política económica gira alrededor de dos ejes: cultura y economía. En ambos temas podemos encontrar a quienes culpan a los demócratas de quedarse cortos y quienes los culpan de haber llegado demasiado lejos.
Las guerras culturales enfrentan a los ciudadanos socialmente conservadores, principalmente de regiones dominadas por votantes blancos, contra las áreas metropolitanas donde las actitudes llamadas «woke» (mantenerse alertas frente a la injusticia) lograron ser dominantes. Por una parte tenemos los valores familiares, la oposición al aborto, y el derecho a tener y portar armas; por otra están los derechos LGBT, la justicia social y la oposición al «racismo sistémico».
Muchos de quienes votaron por Trump percibieron que el apoyo de los demócratas a las protestas callejeras de este año contra la brutalidad policíaca constituía una aceptación de la violencia y que ponía a todo el país en la misma bolsa, catalogándolo de racista. Aunque Biden fue cuidadoso y se manifestó en contra de la violencia, los demócratas quedaron expuestos a acusaciones por montar una escena de moralidad y denigrar los valores del corazón del país. Para otros, la continuidad del apoyo a Trump simplemente confirma cuán arraigados están el racismo y la intolerancia, y la urgente necesidad del partido demócrata de combatirlos.
En cuanto a la economía, muchos observadores, entre ellos algunos demócratas centristas, creen que el partido alejó a los votantes conservadores porque se desplazó demasiado hacia la izquierda. Fieles a su estilo, los republicanos avivaron los temores a las subas de impuestos, las políticas ambientalistas que llevan a la pérdida de empleos y la medicina socializada. En los dos partidos estadounidenses mayoritarios, el mito por antonomasia del emprendedor solitario a quien mejor le va cuando el Estado menos hace continúa vigente.
Con una mirada opuesta, los progresistas sostienen que las propuestas de la campaña de Biden difícilmente puedan considerarse radicales de acuerdo con los estándares de otros países desarrollados. Después de todo, Biden estaba decidido a enmarcar la elección como un referendo sobre Trump, no como la decisión de apoyar una agenda alternativa. Tal vez Bernie Sanders o Elizabeth Warren, con su mayor énfasis en el empleo, la seguridad económica y la redistribución, estaban más en sintonía con las aspiraciones de la mayoría de los estadounidenses.
Dado que las elecciones tuvieron lugar en medio de una pandemia cada vez más mortal, también es posible que los patrones de voto respondieran a una combinación de causas sanitarias y económicas, escasamente relacionadas con estos debates. Algunos conocedores del Partido Demócrata creen que tal vez a los votantes los preocupaban los costos económicos de los confinamientos y las políticas más agresivas contra la COVID-19 que propugnaban los demócratas. En ese caso, los argumentos anteriores resultan en gran medida irrelevantes.
En suma, queda claro que la elección no pone fin al eterno debate sobre la posición en cuanto a temas culturales y económicos que el Partido Demócrata y otros de centroizquierda debieran adoptar para maximizar su atractivo electoral, pero tampoco modifica fundamentalmente el desafío que enfrentan. Los líderes políticos de izquierda deben crear una identidad menos elitista y una política económica más creíble.
Como Thomas Piketty, entre otros, señaló, los partidos de izquierda representan cada vez más a las elites metropolitanas educadas. A medida que se redujo su base tradicional de trabajadores, aumentó la influencia de los profesionales globalizados, la industria financiera y los intereses corporativos. El problema no es solo que esas elites suelan preferir las políticas económicas que abandonan a las clases media y media-baja, junto con las regiones más rezagadas. También es que su aislamiento cultural, social y espacial les impide comprender y empatizar con la percepción del mundo de los menos afortunados. Un síntoma revelador es la facilidad con que la élite cultural desestima a los más de 70 millones de estadounidenses que respaldaron a Trump en esta elección, caracterizándolos como ignorantes que votan en contra de su propio beneficio.
En cuanto a la economía, la izquierda aún carece de una buena respuesta a la candente cuestión de nuestro tiempo: ¿de dónde saldrán los buenos empleos? Un sistema fiscal más progresivo, la inversión en educación e infraestructura y (en Estados Unidos) la cobertura de salud universal son fundamentales, pero no alcanzan. Los buenos empleos para la clase media empiezan a escasear debido a las tendencias tecnológicas seculares y la globalización. Además, la COVID-19 profundizó la polarización en los mercados de trabajo. Necesitamos una estrategia de gobierno más proactiva orientada directamente a aumentar la oferta de buenos empleos.
Las comunidades donde los buenos empleos desaparecen pagan un precio que va más allá de la economía: aumentan la adicción a las drogas, las rupturas familiares y los delitos; la gente se apega más a los valores tradicionales, tolera menos a los extranjeros y se muestra más dispuesta a apoyar a hombres fuertes autoritarios. La inseguridad económica se dispara o empeora los puntos de tensión culturales y raciales.
Depende de los partidos de izquierda desarrollar soluciones programáticas para estos problemas económicos profundamente arraigados, pero las soluciones tecnocráticas tienen su límite. Es necesario construir muchos puentes para superar las fisuras de las que, en gran medida, las elites culturales son responsables. De lo contrario, los demócratas podrían enfrentar otro duro golpe dentro de cuatro años.
*Este artículo se publicó originalmente en Project Syndicate.