Sí, es cierto, Trump ha sido derrotado, pero por los pelos, a última hora. Sus señas de identidad en la cosa pública han sido la zafiedad, la mentira, la negación de la realidad, la xenofobia, la misoginia, el clasismo, aderezado con un profundo desprecio por sus contrincantes políticos. Este marchamo, sin embargo, no es una impronta exclusiva de Trump. Se va extendiendo, como el aceite, por las otrora democracias occidentales, visiones neofascistas, impensables décadas atrás. Mi sorpresa, por lo tanto, es que pese a todo lo que representa Trump, sus resultados electorales han sido excelentes. Si no entendemos que hay detrás de ello corremos el riesgo de continuar alimentando el monstruo. En el trasfondo, un profundo hartazgo hacia un sistema económico, el capitalismo neoliberal, que no funciona. Y sí, hablemos claro, de nuevo todo tiene que ver con los de arriba y los de abajo. Tiene que ver con ganadores y perdedores. Tiene que ver con la metrópoli, que atrae talento, y la periferia, que se siente abandonada.
El capitalismo, en su fase actual, está en degeneración. La financiarización de la economía global ha propagado una clase de rentistas que nada tienen que envidiar a los del Medievo. Las sociedades, incluso las aparentemente democráticas, vuelven a estar regidas por una red de relaciones señoriales, donde un estamento privilegiado, conectado e imbricado en los gobiernos de turno, se dedica a extraer las rentas y riquezas del resto de la ciudadanía. Y esa superclase controla casi todos los tentáculos del poder, incluidos los medios de desinformación masiva.
Donald Trump no tiene en propiedad la impronta de las fake news. Muchos de los medios de comunicación que ahora se echan las manos a la cabeza han convivido, e incluso peor, han sido copartícipes de una farsa democrática: un sistema de partidos en el que un partido, esté en el gobierno o en la oposición, se empeña en reconstituir el sistema existente con el objetivo de favorecer de manera permanente a la clase dominante, los más ricos, los intereses corporativos, mientras que dejan a los ciudadanos más pobres con una sensación de impotencia y desesperación política y, al mismo tiempo, mantienen a las clases medias colgando entre el temor al desempleo y las expectativas de una fantástica recompensa una vez que la nueva economía se recupere. Y a todo ello se le llama, sentido de Estado. ¡Qué cinismo!
Bajo el caldo de cultivo del cabreo, del hartazgo, de la incertidumbre, del miedo… el fascismo está repuntando en Occidente, despojándose de su piel de cordero, y sacando a la luz su verdadera cara oculta, ésa que debería haber quedado grabada en los rostros de todo hombre de bien, especialmente de aquellos dedicados a la vida pública, para que no se volviera a repetir la ignominia. El despertar de las ideas totalitarias, que algunos creían imposible, es la consecuencia lógica de ese sistema de gobernanza llamado Neoliberalismo.
La historia se repite. Hoy más que nunca es necesario una hoja de ruta distinta que pase página definitivamente a aquella impuesta desde las élites, que, bajo la apariencia de libertad, solo escondía el peor de los yugos, el miedo, la deuda, un nuevo feudalismo.
La doctrina liberal dominante se ha entremezclado, además, con las teorías que arrojan sobre las leyes de la Naturaleza la responsabilidad de la miseria de las clases trabajadoras, y fomentan una profunda indiferencia y culpabilidad hacia sus padecimientos. Por ello los neoliberales condenan la intervención gubernamental respecto de las horas de trabajo, del tipo de los salarios, del empleo de las mujeres, de la acción de los sindicatos, proclamando que la ley de la oferta y la demanda es el único regulador verdadero y justo. Han ignorado de manera sistemática la monstruosa injusticia de la distribución actual de la renta y la riqueza.
La salida a la actual crisis sistémica, el evitar nuevos Trump, pasará ineludiblemente por un nuevo contrato social, donde se reestructure de un sistema bancario sobredimensionado y una deuda global en líneas generales impagable. Pero también requiere de una defensa ineludible del salario. Disiento profundamente de quienes dicen que al Estado no le incumbe ocuparse del nivel de los salarios, ni del salario mínimo o máximo, ni de la jornada laboral, ni del salario de las mujeres. Todo lo contrario, el aumento de los salarios es un fin legítimo de la política económica.
Elevar y mantener los salarios es el objetivo que deben buscar todos aquellos que viven de los mismos, y los trabajadores tienen el derecho de defender toda medida que conduzca a este resultado. En realidad el liberalismo que emergió con la llegada de Margaret Thatcher y Ronald Reagan al poder tenía como objetivo último debilitar al factor trabajo y reducir los salarios. En ese contexto, el único elemento de mejora social fue la deuda, diseminada además por un sistema bancario que fue desregulado y abandonado a la suerte de la autorregulación, toda una infamia económica.
Es hora de que se renueve y/o se rehaga ese contrato social que ciertas élites económicas y políticas escondieron en cajones oscuros. Es hora de que se devuelva el ascensor social a los más débiles. Es hora de forzar a los más poderosos y, sobre todo, a las grandes corporaciones empresariales, a que apoquinen y contribuyan al bienestar de sus conciudadanos, si no quieren que todo acabe como el rosario de la aurora.
Para ello, desde una perspectiva complementaria, se debe reconstruir lo que siempre ha caracterizado a Europa, un Estado de derecho y de bienestar, de manera que aquellos que no cumplan estándares laborales, medioambientales e impositivos, no juegan, se les expulsa. ¡Cuánta razón tenían quienes advertían hace tiempo de la actual deriva neoliberal, del Totalitarismo Invertido al fascismo! Trump es el síntoma pero la enfermedad es el Neoliberalismo.